Salvo que Dios, las elecciones o un cataclismo tecnológico lo impidan, parece que el próximo 12 de mayo los españoles volveremos a fichar. Eso es al menos lo que se ha establecido finalmente este viernes vía real decreto, todavía pendiente de su convalidación en la Diputación Permanente. Si prospera, las empresas deberán poner en marcha sistemas efectivos para el registro de la jornada laboral. Quien no lo haga se expone a importantes sanciones. Aunque algo descafeinado respecto a lo pretendido inicialmente (se supedita su desarrollo a los convenios), el decreto es polémico. La aplicación práctica en las empresas es confusa: puede quedar en nada, o al contrario, abrir nuevos frentes de judicialización laboral.

Muchos de ustedes habrán visto o incluso utilizado algún sistema de control horario. El más conocido, el famoso reloj de fichar, tiene su origen en un invento del joyero neoyorquino Willard Bundy en noviembre de 1888. Bundy y su hermano Harold fundaron la Bundy Manufacturing Co., para fabricar y comercializar su histórico grabador de clave. La empresa llegaría a convertirse en referente mundial en este campo, uniéndose en 1911 a otras tres empresas para formar lo que tiempo después se conocería como International Business Machines, o IBM.

A finales del siglo XIX, el invento de Bundy ya era publicitado como la solución para las “engorrosas cuestiones del control del tiempo de los empleados”. Ciento treinta años después el control de tiempo de los empleados sigue provocando la misma incómoda problemática que Bundy intentaba solucionar. Cuesta creer que, en pleno siglo XXI, acudir al arbitraje de un reloj (aunque sea digital, lleve tarjeta SIM y se pasee por la nube) sea la mejor opción que nos queda para avanzar hacia la empresa moderna, conciliadora y flexible que reclama la era digital.

Detrás del decreto, una realidad: en España realizamos más horas que un reloj, no todas remuneradas. La EPA de 2018 estima que cada semana se realizan más de 6 millones de horas extras, de las que el 45% no son retribuidas ni compensadas. Anualizado, esto representa 143 millones de horas; más de 3.000 millones de euros evaporados del sistema si se calculan al coste promedio de la hora extra pagada en 2017. La cifra da para comprarse unos cuantos relojes, no precisamente de los de fichar.

Cuesta saber en que medida estos números esconden un problema generalizado de mala gestión empresarial, abuso contractual en algunos sectores, o incluso el fraude a la seguridad social. O simplemente una aceptación tácita de una forma de trabajar que ni es mal vista por muchos trabajadores ni es necesariamente la mejor. Hay sectores como el de la hostelería o el sanitario, donde las horas extras son altas, la precariedad mayor y los sueldos bajos. En otros como en el de la consultoría o la banca de inversión dar la vuelta al reloj es habitual y se asume que va en el sueldo. En la industria en general este problema tiene menor incidencia, suele estar regulado en convenios y tradicionalmente se ha medido más que en otros ámbitos de la economía. Legislar a golpe de café para todos no parece la vía para resolver estas diferencias.

En nuestro país es habitual que las jornadas sean largas y presentistas. Hacemos más horas que nuestros vecinos comunitarios, pero no siempre las utilizamos con productividad. Si la única solución es medir el horario laboral con precisión, ¿descontaremos el tiempo dedicado a navegar por internet en horas de trabajo?, ¿tendremos en cuenta las pausas del café con otros compañeros o colaboradores (algunas más productivas y motivadoras que muchas reuniones)?, ¿qué hacemos con los descansos o con el llamado soldiering (tiempo trabajado al ralentí)?, ¿y el teletrabajo?, ¿o el absentismo injustificado? La tecnología avanza de forma increíble, pero monitorizarnos hasta ciertos extremos ni es viable ni parece compatible con la protección de la privacidad y la dignidad del trabajador.

El tejido empresarial español está formado fundamentalmente por pequeñas empresas. Nuestra economía, como las de otros países desarrollados, se encuentra altamente terciarizada. El mundo de los servicios requiere agilidad, flexibilidad y ubicuidad. En los tiempos modernos, esto es bastante incompatible con la rigidez conceptual que supone entender el trabajo como vinculado a un horario y un lugar fijos. Podemos ir por el mundo con un reloj (o un microchip) pegado a la espalda, pero en muchas profesiones esto ya ni será entendido por los empleados, ni generará motivación o productividad.

Yo fiché. Lo confieso. Fue hace mucho tiempo y no me avergüenzo de ello. En la empresa para la que entonces trabajaba, un conocido fabricante de coches, ese era el sistema que todos los empleados debían respetar para registrar su jornada. El fichaje estaba perfectamente institucionalizado. Diariamente observaba el ritual de largas colas perfectamente ordenadas, avanzando en armoniosa coreografía al acercarse la hora de librar. Para el joven ingeniero trainee que yo era entonces, estar en aquel primer empleo era un privilegio. Lo veía como una oportunidad de formarme en mi profesión y no dudaba en echar tantas horas como hiciera falta para aprender cuanto pudiera. Creo que algún día hasta habría considerado pagar para que me dejaran quedarme algo más de tiempo.

Dejé la empresa al cabo de unos años motivado por un nuevo reto profesional en el sector de la consultoría. Cuando me hicieron la liquidación, al administrativo encargado de dármela casi le da un infarto. Tenía más horas acumuladas que un reloj. De fichar.

Pedro Nueno es socio director de InterBen

Fuente: Cinco Días