Se han ido publicando en los últimos días los resultados de cierre del pasado año de las principales entidades bancarias españolas. Buenos en general, aunque afectados por multitud de procesos extraordinarios (si bien repetidos en los últimos tiempos) que incluyen, entre otros, adquisiciones, reestructuración y ventas de activos. La rentabilidad no es (no puede ser) comparable a la del entorno precrisis. Tal vez esto se haya asumido porque el sector vive en un cruce de caminos y puede tardar aún tiempo en fijar un rumbo. Saben estos resultados al martini de James Bond: están mezclados (por tan variados factores) pero no agitados (pasó la tribulación de la crisis).
No es ningún secreto que, como otros proveedores de servicios, las entidades financieras están transformándose para operar en el nuevo entorno digital. No obstante, no se trata de un cambio hacia un modelo puramente virtual y con canales estrictamente definidos. Hay múltiples opciones de servicio y la combinación ganadora aún no se conoce. Lo que parece claro es que las cuentas de pérdidas y ganancias de las entidades financieras están impulsadas –en estos años en los que la expansión cuantitativa ha sido aire polar para los márgenes– por el esfuerzo de eficiencia.
En banca, la eficiencia se mide habitualmente como el cociente entre los costes de explotación y el margen bruto. Aumentar el denominador es complicado con los tipos de interés vigentes. Las comisiones son una importante fuente de ingresos pero también un arma de competencia para atraer o fidelizar clientes, bajándolas o, incluso, suprimiéndolas. Reducir el numerador de la ratio de eficiencia queda como la principal opción. De hecho, los costes disminuyeron desde 2009 cuando se evidenció (como en otros países) que existía un exceso de oferta en el sector.
En aquel momento fueron, además, los rigores de la crisis los que obligaron a cambiar la estructura, con cierres de oficinas y recortes de plantillas que llegaron en oleadas. Se pensó, en algún momento, que esos ajustes irían a menos, como si se tratara de una tendencia con principio y final y puramente asociada a la crisis. Pero el epílogo es prolongado porque ahora el objetivo es transformar el canal de negocio, propiciando nuevas relaciones con el cliente, más digitales. Queda reestructuración por delante.
Contener costes no es sencillo en la banca hoy en día porque, entre otras cosas, los recursos (y gastos) dedicados a cumplimiento normativo no han hecho más que aumentar. La presión regulatoria es ubicua.
Este mismo año 2018 viene cargado de disposiciones. A la recta final en la aplicación de Basilea III (hasta 2019) se une la aplicación de la segunda Directiva de Mercados e Instrumentos Financieros (Mifid II), de la segunda Directiva de Pagos (PSD2) y del Reglamento General de Protección de Datos (GPDR). Muchos caramelos de una sentada, una subida de azúcar garantizada. La idoneidad de esta coincidencia temporal es discutible por razones meramente prácticas. Como analizo en más detalle en un artículo que acaba de publicar Funcas en el último número de Cuadernos de Información Económica, todas estas disposiciones tienen en común afectar a aspectos transversales del servicio a los clientes en la industria financiera, además de implicar un sinfín de transformaciones en la forma en que se debe producir la interacción entre oferta y demanda. Puede generarse bastante confusión y, sin duda, una abrumadora y pesada burocratización.
Una de las cosas que nos cuentan con frecuencia los resultados del sector bancario son operaciones que se realizan como movimientos anticipativos. Y la previsión más relevante en este caso, para 2018, es que existe una exigencia (en parte explícita pero también implícita) para reducir los activos deteriorados de la banca. Es una continuación del saneamiento que persiguen los supervisores pero que también parece exigir el mercado. Se han barajado diversas opciones y se ha llegado, incluso, a rifirrafes en la esfera política. La cuestión, para variar, es que a Italia no le hace gracia que se puedan aumentar los requerimientos de saneamiento en modo alguno.
Parece que prefieren seguir barriendo su propia crisis bancaria bajo la alfombra y presionan en el Parlamento Europeo para que ni la Autoridad Bancaria Europa (ABE) ni el Banco Central Europeo vayan demasiado lejos en sus propuestas de “limpieza” de balances. Pero estas instituciones supervisoras, entre otras, han seguido realizando análisis y lanzando modelos, entre los que se incluye la posible creación de una “plataforma de negociación de créditos morosos” paneuropea.
Este ambiente sugiere que la herencia de la crisis se prolonga en el tiempo. 2018 debería ser un año fundamental para seguir avanzando en la construcción de la unión bancaria europea. Sin embargo, hay algunos temas pendientes que pueden seguir ralentizando el proceso, por ejemplo el deterioro de algunos balances de las entidades financieras en algunos países.
Precisamente ese parece ser el problema: tanto la mutualización de riesgos –mediante un seguro de depósitos común– como la articulación de un fondo único de resolución más potente dependen de que primero se “limpien” los riesgos existentes.
Los países netamente acreedores en Europa –encabezados por Alemania– requieren que antes de compartir riesgos se reduzcan considerablemente las exposiciones deterioradas existentes. En este entorno no resulta sorprendente que muchas entidades financieras de la Eurozona hayan acelerado sus planes de venta de activos problemáticos. La propuesta de un “banco malo” europeo ha topado con las mismas reticencias a mutualizar.
En países como España se ha realizado un avance considerable en la reducción de la morosidad y se sigue progresando para cerrar ese pesado capítulo. Los mayores aumentos se produjeron en la segunda mitad de 2008, en los que las tasas triplicaron y hasta cuadruplicaron las que se observaron antes de la crisis. Sin embargo, desde diciembre de 2014 el volumen total de préstamos morosos ha disminuido interanualmente de forma ininterrumpida con tasas de decrecimiento de dos dígitos. En todo caso, tanto en el nuestro como en otros países europeos continua ciertamente vivo lo que podría denominarse un mercado secundario de activos deteriorados.
Hay una cuestión preocupante en este tira y afloja entre mutualización y saneamiento pendiente. A pesar de contar con una supervisión y resolución únicas, aún no se puede hablar de un tratamiento igualitario del riesgo bancario en Europa. Hay diferencias en múltiples aspectos como, por ejemplo, en las exigencias relativas a activos ponderados por riesgo –los que computan para determinar cuánto capital debe aportarse– que no siempre responden a criterios razonados de actividad y mercado.
España no sale bien parada en este caso, con un tratamiento muy exigente en comparación a otras jurisdicciones. La Autoridad Bancaria Europea y el BCE siguen de cerca estas cuestiones para tratar de propiciar un marco más homogéneo.
A finales del pasado año, la ABE realizó un análisis en el que identificó que el 61% de la variabilidad observada en los países de la Eurozona en la ponderación de riesgo de los activos se debía a fundamentales como la proporción de activos deteriorados en cartera, el riesgo del país de contrapartida o la diversificación agregada del balance. Pero el 49% restante se explicaba por “el nivel de riesgo asumido” y por “prácticas supervisoras.” Es tal vez en este último aspecto donde sería precisa una mayor explicación para tratar de garantizar que se avanza hacia un tratamiento de riesgos bancarios homogéneo en la Eurozona.
Pero hay otras diferencias tanto o más preocupantes. Por ejemplo, en ausencia de mutualización de riesgos, las garantías implícitas que algunos Gobiernos (en particular, aquellos con deuda pública reducida) otorgan a sus bancos (como las ayudas o avales que pueden prestarles potencialmente) generan ventajas importantes en los costes de financiación de esas entidades, que pueden trasladar a sus clientes. La preocupante conclusión de todo esto es que un euro “bancario” no vale lo mismo en todos los Estados miembros porque prestarlo u obtenerlo tiene un coste distinto en cada uno de ellos.
Transitar por este complicado terreno con éxito tiene su mérito. Algunos analistas consideran que tanta regulación y control de tipos de interés pueden hacer que un banco acabe pareciéndose más a una empresa eléctrica que a una institución que gestiona riesgo. Pero la experiencia histórica nos dice que la regulación se ajustará y asumirá por todos. Y será el nuevo entorno de negocio –con un componente digital considerable– el que determine el futuro de la rentabilidad. En ese marco hay, además, serios competidores desde el mundo fintech –también muchas posibilidades de colaboración– y una progresiva permeabilidad de las grandes tecnológicas hacia el mundo financiero.
Santiago Carbó es director ejecutivo del observatorio de la digitalización financiera de Funcas
Fuente: Cinco Días