Cuando tenía 13 años, igual hasta 14, mi madre me dejó coger el autobús sola POR PRIMERA VEZ. Y, según me contó mucho después, siguió con su coche al conductor de la EMT a una distancia prudencial. Así que no me vengan ahora con que la sobreprotección es culpa de la tecnología, señores de Netflix.
Sí, acabo de ver Arkangel, el segundo episodio de la cuarta temporada de la serie Black Mirror, todo lo pronto que me ha permitido la crianza de dos nativos digitales. Es vergonzosamente tarde para avisar de que vienen spoilers, pero aquí vienen. En el capítulo, una madre soltera decide, tras un despiste/susto/se me ha perdido la niña, implantarle a la pequeña de tres años un chip con el que la tiene geolocalizada y gracias al cual puede ver todo lo que ve la niña a través de un iPad. El sistema Arkangel permite además colocar un control parental en el infantil cerebro. La niña recibe pixelado todo aquello que la estresa: desde el porno en internet al perro del vecino que le ladra al pasar. Al poco tiempo, sorpresa, empieza a portarse raro para experimentar lo que tiene censurado y, por recomendación de un psicólogo, la madre apaga el iPad. Hasta un día en que la ahora adolescente no llega a casa. La preocupada madre desempolva el iPad y se encuentra a su niña primero en pleno polvo con un chico y luego empolvándose la nariz con cocaína. Al final la chavala estampa el iPad espía en la cabeza de la madre y se escapa. La moraleja del capítulo, dirigido por Jodie Foster, es un pelín obvio: si atas demasiado corto a los hijos, al final los pierdes. Y ni siquiera necesariamente cierta, yo tuve una madre sobreprotectora y no la odié más de lo normal ni fui especialmente rebelde, eso sí, me hice la reina del subterfugio adolescente.
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Aprendí que el miedo es libre, como el deseo. Te pone lo que te pone. Y con lo que te pone los pelos de punta, pasa lo mismo. He oído a gente muy cabal defender sin pestañear que es normalísimo colocarle una cámara oculta a una canguro, “por tranquilidad”, y desear que inventen ya un geolocalizador subcutáneo para sus niños. O sea, que lo vendan en Amazon por 99,99, porque existir, ya existe. La tecnología que aparece en Arkangel no es ciencia ficción. Ya colocamos filtros en lo que ven nuestros hijos, ya los tenemos geolocalizados en el móvil, ya hay cámaras en las guarderías, ya espiamos sus redes sociales con perfiles falsos… Uno de los rastreadores infantiles más “top” de 2018 según las webs techies incluye una funcionalidad para escuchar lo que está oyendo tu hijo. El nombre del cacharro es muy fuerte: Angelsense. ¿De qué me suena? La madre del capítulo de Black Mirror no es una excepción, no es una loca paranoica, es cualquiera de tu grupo de WhatsApp de padres. Lo inquietante del episodio no es tanto la pregunta “¿tú lo harías?”, si no “¿no lo estás haciendo ya?”.
Cómo afecta el tema a los niños me da un poco de pereza (para eso hay miles de artículos de expertos en Google sobre el desarrollo de la autonomía, la falsa seguridad, la crianza helicóptero etcétera); me divierte más cómo nos afecta a los padres. Yo me paso el día convenciéndome. No quiero que haya cámaras en la escuela de mis niños, aunque me encantaría. Para ver si les pegan los compañeritos o si son abusones y sobre todo por cotilla, soy adicta a la telerrealidad tipo La vida secreta de los niños, una guardería como la casa de Gran Hermano, y nada me gusta más que esconderme para ver cómo reaccionan cuando no estoy (en Arkangel hay un ejemplo de este vouyerismo disfrutón, cuando madre e hija juegan al escondite, el iPad convertido en una forma de revivir la propia infancia). También me niego a geolocalizarles nunca, y a seguir autobuses de la EMT, pero no tengo respuesta al argumento “anda que no te vas a arrepentir si te los secuestran”. Pues igual que si se sacan un ojo con un palo, farfullo temblando.
El problema es cuando el bienestar y la seguridad de los niños –querer que no se hagan ni les hagan daño–, elimina de la discusión todos los otros factores como meras sutilezas: la privacidad, el consentimiento, los derechos de imagen o el respeto al niño (y a los menores y profesionales que le rodean). Demasiadas de las conversaciones que tenemos sobre infancia y tecnología están secuestradas por el miedo. En Arkangel, el precio que paga la madre sobreprotectora es que al final, su hija la odia. Pero no es el único, en el proceso, la madre (y el capítulo) pierden una estupenda oportunidad de pensar en esas fundamentales “sutilezas” que tiene criar en una sociedad digital. Ese es mi miedo, ser una madre miedosa, solo miedosa. ¿Dónde venden la app para evitarlo?
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Fuente: El País