Mientras Leonardo da Vinci pintaba en su taller de la vía Ghibellina de Florencia la pequeña tabla con la imagen del Salvator Mundi a su alrededor cacareaban docenas de gallinas. Los artistas del Quattrocento solían pintar al temple y necesitaban muchas yemas de huevo para ligar los pigmentos. Esta pequeña tabla de nogal, como La Gioconda y todas las Madonas con el Niño, fue creada en un auténtico gallinero y probablemente sería un encargo de los Médici, sus mejores clientes, para el oratorio de palacio y allí la imagen del Salvador atendería las súplicas de perdón de Lorenzo el Magnífico después de haber acuchillado a alguien. La figura del Salvator Mundi adopta con la mano el gesto de bendecir o de mandar formando una pinza con el pulgar y los dedos anular y meñique. El índice queda inhiesto como un símbolo fálico, que entre los pintores florentinos era una contraseña homosexual. Esa pinza fue la conexión energética a través de la cual la inteligencia pasó de la acción de la mano al cerebro del primate. A lo largo del tiempo la pintura religiosa, mientras permanece en el altar, absorbe las oraciones de los fieles y en la imagen sagrada se posa como una veladura toda la carga de miedos, milagros, esperanzas. Así sucedió con este Salvator Mundi, pintado como un elegante joven nórdico, absolutamente humano, casi profano. Pero un día esta tabla fue apeada del altar y comenzó a absorber otras pasiones. Pasó por salones reales, por alcobas de amantes, por mansiones burguesas; soportó el vilipendio de los restauradores; se extravió y reapareció en chamarilerías para ser zarandeada por la especulación y finalmente ha sido devuelta de nuevo al altar, esta vez al altar de Christie’s y allí ha recibido una ofrenda de 372 millones de euros. Esa cantidad es una oración, que nace de un acervo más profundo que la fe, que es la codicia.
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Fuente: El País