El mundo está volando más que nunca. Durante las últimas dos décadas la aviación comercial ha crecido a escalas inconcebibles, aun con el lastre de la crisis provocada por los atentados del 11-S primero, y la Gran Recesión después. La Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA, en sus siglas en inglés), la patronal de las aerolíneas, espera que este año se supere la cifra de 4.000 millones de pasajeros, más del doble que en el año 2000. La expectativa para 2050 es cuadruplicar esa cifra, hasta los 16.000 millones. «La realidad ha superado todas las previsiones», apunta Jorge Gil, consejero delegado de Ferrovial Aeropuertos. El gran motor de esa expansión ha sido un mercado de la aviación cada vez más competitivo, tanto en precio como en eficiencia. Pero no puede seguir creciendo sin una infraestructura de aeropuertos capaz de absorber ese auge.

Los aeropuertos del mundo facturaron en 2014 (el último año que hay datos de la patronal ACI) algo más de 145.000 millones de dólares. Pero el mercado, hasta ahora, ha estado dividido claramente entre un puñado de grandes terminales, muy rentables para las empresas que los operan, y el resto, pequeños, poco competitivos y generalmente de propiedad pública. «La industria se enfrenta a un dilema», explica un informe de Copenhagen Economics de 2014. «Aunque en su conjunto parece ser rentable a nivel agregado, con unos retornos sobre el capital alrededor del 6,3%, la mayoría de aeropuertos están en realidad en números rojos». Pero la tecnología está cambiando esa perspectiva; está surgiendo un nuevo mercado aeroportuario, más rentable, pero más competitivo y, en consecuencia, más arriesgado.

Los motores del cambio en el sector aéreo han sido tres: por un lado, la competencia de las aerolíneas de Oriente Próximo y Turquía, que aprovechan su posición geográfica para ofrecer una conexión con una sola escala entre Europa, América y Asia. Por otro, la nueva generación de reactores más eficientes, que permiten a las aerolíneas hacer rentables trayectos antes impensables, como entre Manchester (Reino Unido) y Puerto Vallarta (México), y entre Estambul (Turquía) y Bilbao.

Pero, sobre todo, la revolución se sostiene sobre los nuevos reactores de doble pasillo, como el Airbus A350 y el Boeing 787. Al ahorrar alrededor del 20% de combustible con respecto a los modelos anteriores, han hecho que el modelo de bajo coste —que ha revolucionado la aviación en cortas distancias— pueda consolidarse al fin en el mercado de largo radio. Tanto los operadores de Oriente Próximo como los de bajo coste tienen algo en común: otean el futuro y no se ven llevando aviones de 400 pasajeros a las grandes terminales intercontinentales. Más bien, el modelo que se impone son aviones de entre 150 y 300 plazas, extremadamente eficientes en su consumo de combustible. Estos aparatos se moverán en una amplia panoplia de destinos, variables conforme la demanda y la estación, cuyos aeródromos competirán entre sí por ofrecer a las aerolíneas las mejores condiciones posibles.

Al igual que los megaaviones están siendo desplazados por aparatos más pequeños y eficientes (algunas aerolíneas ya están retirando sus Airbus A380 pese a tener solo 10 años de servicio), las megaterminales también están pasando de moda. «Cuando estudiamos las tendencias globales de construcción de aeropuertos, nos hemos dado cuenta de que los más grandes parecen encontrar un techo en el nivel de alrededor de 80 a 100 millones de pasajeros», explica Edward Clayton, experto de Strategy& para Malasia y Singapur. «Construir aeropuertos aún más grandes puede no ser la mejor idea con vistas al futuro». Aunque José Manuel Fernández Bosch, director de Negocio No Regulado de Aena, matiza que, en un mercado tan grande, las infraestructuras ya existentes seguirán teniendo su sitio. «Los vuelos punto a punto están creciendo, pero yo creo que las aerolíneas hub no van a desaparecer. Las compañías tradicionales han sabido adaptarse a los cambios y lo seguirán haciendo».

Pero el camino está trazado: la competencia es la clave de la revolución en el mercado aeroportuario. Dos tercios de los europeos tienen al menos dos terminales con servicio regular de viajeros a menos de 100 kilómetros de distancia. El sudeste asiático y las zonas más pobladas de América Latina se mueven en esa dirección. «Los aeropuertos se siguen considerando proveedores monopolísticos de infraestructuras cuando la realidad es, evidentemente, muy distinta», apunta Copenhagen Economics. Los operadores ya no pueden permitirse el sentarse y esperar a que el dinero caiga en las cajas, lo que ha asustado a parte del capital. «El papel del sector privado en el desarrollo aeroportuario se ha frenado ligeramente en los últimos años», confirma John Grant, analista sénior en OAG. «Las áreas de actividad inicial fueron en Europa, con gran éxito para los inversores; pero los buenos aeropuertos a la venta ya se han vendido. Pero ahora se está considerando un nivel de activos más arriesgados, con mercados más volátiles, un entorno político menos estable».

¿En qué beneficia al pasajero?

¿En qué beneficia esta diversificación al pasajero? Para muchos de ellos, viajes más baratos. «No solo los pasajeros le dan cada vez más importancia al precio —sobre todo, por el auge de Internet—, sino que el segmento más sensible al precio, el de los viajes turísticos, es el que más ha crecido», apunta un informe de la sección europea de ACI. «Eso también aumenta la posibilidad de modificaciones de destino, a medida que tanto los turistas como las aerolíneas están dispuestos a cambiar de planes. De ahí que los aeropuertos de playa españoles compitan con otros en Grecia o Italia; los destinos de escapada de fin de semana también pugnan entre si».

Pero el precio no lo puede ser todo, máxime cuando el mercado de los aeropuertos —nuevos o no— se sostiene, cada vez más, en los servicios al pasajero. Según estimaciones de la patronal europea, ya más de la mitad de los ingresos proviene de servicios no aeroportuarios, como pueden ser tiendas, restaurantes y estacionamientos. «El comercio de viajes tiene una importancia creciente en la financiación de los aeropuertos», apunta Renzo Radice, de Dufry, una de las mayores distribuidoras del sector. «En consecuencia, los aeropuertos tienden a ofrecer cada vez más espacio comercial». «Las expectativas de los pasajeros son crecientes», explica Gil. «Cuando vuelve a un aeropuerto, se espera lo que ya encontró y algo más. Por ejemplo, ya es imposible no ofrecer wifi». Páginas web como Skytrax aplican a las terminales los mismos criterios que a las aerolíneas, clasificándolos por su calidad. Y en un mundo en el que las reputaciones se ganan y se pierden online, este tipo de recomendaciones valen oro.

El pasajero del futuro puede esperar muchos más cambios. Un informe de IATA pronostica cómo será el aeropuerto de 2050: fundamentalmente, «una visión puramente centrada en el consumidor» sostenida sobre «una iniciativa masiva de colaboración e innovación que la tecnología de proceso de datos inteligente hace posible». El centro neurálgico de este aeropuerto es una economía en la que «la información sobre el consumidor se ha convertido en un recurso global para la industria», por lo que los aeródromos «pueden ajustar sus productos exactamente a la medida de la demanda y las expectativas de sus clientes».

Así, el viajero llevará consigo un billete integrado que incluya todo su desplazamiento, llegar al aeropuerto en tren o en autobús. Llegará a la terminal sin equipaje. «Durante dos décadas, el mayor reto para gestionar un aeropuerto siempre había sido su interacción con otros medios de transporte», explica el informe de IATA. «La solución será externalizar la terminal. En lugar de reunir a miles de personas en un vasto edificio, la ingeniería se ha aplicado para sacar a los procesos y tratar del equipaje y otras formalidades antes de la salida desde casa, la oficina o el hotel». En consecuencia, lo único que tendrá que hacer al bajar del tren o de su coche (eléctrico) es dirigirse directamente al control de identidad. Pero ni siquiera allí necesitará interactuar con nadie: llevará consigo (incluso en un dispositivo portátil) un documento biométrico, con todos sus datos personales y sus facciones, que en el 95% de los casos le permitirá acceder directamente al área de embarque. «Tendríamos una base de datos de pasajeros confiables que permitirían a las fuerzas de seguridad concentrarse en el 5% restante», explicaba la presidenta del lobby turístico WTTC, Gloria Guevara.

Y ya dentro, las terminales se han convertido en «un entorno de primera calidad que realmente tiene algo para todo el mundo». Restaurantes, museos, experiencias de realidad virtual y aumentada, parques temáticos, todo disponible en los pasillos. Y, por supuesto, tiendas. «Los aviones ya no necesitarán cargar inventarios de productos para vender a bordo», pronostica el informe de IATA. «Tras comprar, los pasajeros se los encontrarán en el aeropuerto o en su propio destino».

Pero las ventajas de tener aeropuertos modernos y competitivos van mucho más que la posibilidad de unas vacaciones baratas en Asia o de una botella de whisky libre de impuestos. El impacto económico directo de los aeropuertos europeos, según un estudio de la consultora Intervistas, es de 101.600 millones de euros al PIB y 1,7 millones de empleos, pero los efectos indirectos son cerca del triple de esa cifra. El mismo estudio apunta que cada 1.000 nuevos movimientos en un aeropuerto de entre uno y 10 millones de movimientos al año aporta 0,95 puestos de trabajo. Aunque, señala, que los pasajeros de las low cost aportan un 20% de empleos directos menos que los de las aerolíneas convencionales. También hay investigaciones que apuntan que mejorar la conectividad no solo mejora el empleo; también lo hace más productivo.

Cambio de actores

Todo esto requiere tanto capital y tanta agilidad tecnológica que, en los últimos años, el interés inversor se ha ido desplazando de las constructoras y el capital riesgo hacia los grandes fondos de pensiones (especialmente estadounidenses y canadienses) o hacia sociedades participadas parcialmente por el capital público, como la alemana Fraport, la holandesa Schiphol Group y, recientemente, la española Aena (que en 2015 sacó a Bolsa un 49% de su capital). Fraport gestiona los aeropuertos de Lima (Perú) y Delhi (India); un consorcio entre la francesa Vinci y Aéroports de Paris posee la mayor parte de la terminal de Santiago de Chile, y Aena gestiona los aeródromos de Cali y Barranquilla, en Colombia. Jorge Gil, de Ferrovial Aeropuertos, no está tan convencido de que el futuro vaya a ser de los megagrupos. «Un aeropuerto grande puede valer miles de millones de euros. Esa clase de activos son muy difíciles de consolidar».

El sector no está, ni de lejos, exento de desafíos. «Al contrario que otras infraestructuras más tradicionales, los aeropuertos sirven a las aerolíneas, que son sus clientes primarios», apunta un estudio de PWC. «Y, como tal, comparten las fortunas y desventuras de una industria muy cíclica». Por ejemplo, al auge del low cost intercontinental han ayudado los bajos precios del combustible; un shock como el de principios de la década puede acabar con esos planes de negocio, como ocurrió con anteriores intentos. Por otro lado, está el riesgo de la sobrecapacidad: los 21 mayores aeródromos del área económica europea (EEA) han incrementado su capacidad en 177,4 millones de pasajeros al año entre 2005 y 2015. En comparación, los cinco mayores aeropuertos de España no llegaron a sumar 150 millones de pasajeros en 2016. Casos como los aeropuertos de Castellón – Costa del Azahar (plagado de escándalos y ahora operado por la francesa Edeis), o el de Ciudad Real demuestran que el mercado no está exento de riesgos, y que el fracaso puede ser doloroso.

Fuente: El País