En el despacho de la casa de Arthur C. Clarke, en Colombo, Sri Lanka, hay colgada una fotografía de gran tamaño en la que el escritor se muestra divertido ante la escena que componen su querido chihuahua Pepsi, que sostiene en sus brazos, y el perro robot sobre la mesa que parece que le está ladrando. Rohan de Silva, que fue su asistente personal en los últimos años, me comentaba —hace ya unos años de la visita— unas palabras de Clarke muy apropiadas para que sirvieran de pie de esta fotografía: «Con el desarrollo de robots y formas aún más avanzadas de inteligencia artificial, nos encontraremos compartiendo este planeta con una nueva clase de seres sensibles. Será un desafío interesante ver si podemos coexistir con ellos tan exitosamente como lo hemos hecho con sus homólogos los animales».

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Estos son los robots, con formas reconocibles o radicalmente nuevas, a los que tenemos que hacer un sitio en nuestra vida cotidiana, en nuestro lugar de trabajo y en el hogar, en espacios públicos y en los privados. Tendrán lugar entre nosotros. Pero Arthur C. Clarke concibió también otro escenario de la robotización: HAL 9000 en el micromundo de una nave espacial para un viaje por el inconmensurable cosmos.

El robot, que cuida de todas las constantes críticas de la nave, se manifiesta tan solo en unas lentes ojo de pez, rojas, panópticas. Esta manifestación tan discreta, de algo tan potente y controlador como HAL, es turbadora, porque inquieta sentirse observado sin que se revele quién nos mira. Provoca sensación de vulnerabilidad. Somos territoriales, necesitamos marcar un territorio de intimidad para nuestro cuerpo y sus actuaciones. Si la mirada de otro penetra ese espacio, y no es aceptada, nos defendemos entonces de esa intromisión con nuestra propia mirada para rechazarla. Por eso es tan perturbador sentirse observado y no poder localizar la fuente de esa mirada velada, o intuir que está a tu espalda o que viene de arriba.

Hoy ya viajamos en la nave de Bowman, el astronauta de la odisea del espacio que concibió Clarke, aunque nosotros hacia una odisea por el espacio digital. En esta serie de artículos sobre La vida en digital comparo la Red a la pequeña esfera tornasolada del Aleph de Jorge Luis Borges, que, como el ojo rojo de HAL, no deja de mirarnos, porque sabemos que para que nos asista cada vez en más funciones y nos ofrezca este mundo contraído hasta no tener lugares, distancias ni demoras necesita también observarnos. Y así aparece en estos comienzos de nuestra odisea digital el malestar por esa mirada inevitable, sin rostro, que hace desconfiar y temer si no nos traicionará.

Pero en la relación con HAL hay algo mucho más intenso: su voz. La interacción con él es de palabra. Una voz más envolvente si cabe que la cápsula. En los humanos, la visión nos ofrece solo la mitad del mundo, siempre ante nosotros; en cambio el mundo sonoro es esférico y nos contiene. Nos podemos poner frente a aquello que se muestra a los ojos (enfrentarnos); pero el sonido nos envuelve, y nos posee. Hoy la oralidad digital está comenzando a conformar ese entorno sonoro, conversacional, con el que interactuar de palabra, frente a la fijación de los ojos en la pantalla. Un viaje así, interactuando de este modo en y con la nave, se presenta excitante, especialmente por las transformaciones culturales que podamos experimentar durante este trayecto incierto.

Y hay que señalar un tercer detalle de esta odisea. En la nave de Bowman, la memoria y la inteligencia de HAL estaban confinadas y localizadas en un lugar de la nave (Logic Memory Center). Así que era posible, como sucedió en el relato, entrar en esa sala y manipular, hasta desconectar, la vida desviada de HAL y su comportamiento amenazante. En la nuestra, en la Red (o Aleph), la memoria y la inteligencia en red no las podemos localizar.

2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick (1968)

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Fuente: El País