El Gobierno ha convertido la gestión de las cuentas públicas en una cadena de favores concedidos por motivos electorales. Con un presupuesto prorrogado y notables retrasos y dificultades para construir los Presupuestos Generales del Estado de 2019, el Ejecutivo se está limitando, en contra de toda racionalidad política, a favorecer el gasto en aquellos colectivos o mercados en los que presupone mayor rentabilidad electoral. Esa es la explicación del rápido acuerdo al que han llegado Hacienda y los sindicatos de funcionarios para subir los sueldos casi el 8% en los próximos tres años; y también del cuadro de subvenciones y ayudas que ha presentado Fomento para favorecer el alquiler de vivienda. El riesgo de que, en ausencia de las correcciones adecuadas, las ayudas públicas se trasladen sin más a una subida acelerada de precios, es muy elevado.

Sin negar la pérdida de poder adquisitivo de los funcionarios durante la crisis y la justeza de su revindicación, un Presupuesto no es un conjunto inorgánico de gastos e ingresos acumulados sin orden ni concierto. Es una guía integrada, en función de las necesidades sociales y regionales detectadas, de la política económica, de los costes de oportunidad (elegir entre inversión o gasto social, por ejemplo, o entre actuar sobre unos impuestos u otros) y de la situación real de la economía. Sin esa guía, reina la arbitrariedad y aumenta el riesgo de la contestación social. Los ciudadanos más afectados por las consecuencias de la crisis observan con irritación cómo mientras se asegura que no hay recursos para atender carencias sociales enquistadas durante decenios, sí lo hay para estimular mercados o sectores, sin ofrecer una memoria económica que justifique los efectos y los beneficios de las decisiones adoptadas.

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El Presupuesto de 2019 es decisivo para sostener el crecimiento de la economía. Tiene que hacer frente a desafíos financieros (reducción de la deuda y de sus intereses, control del déficit sin el control de la Comisión), responder al empeoramiento de los factores exteriores (tipos de interés, precio del petróleo), compensar la precariedad y la desigualdad (que ya está provocando conflictos públicos) y poner en pie un plan pactado de infraestructuras. El presupuesto debería estar preparado para integrar plenamente algunos de los gastos del sistema de pensiones y el nuevo sistema de financiación autonómica.

Solo con que el Gobierno se propusiera alguno de estos objetivos, el Presupuesto de 2019 sería un éxito. Pero el primer paso es que haya Presupuesto, algo que se promete, pero de lo que no hay garantías. El Ejecutivo no dispone de iniciativa política ni de flexibilidad negociadora para encarar cualquiera de los problemas citados. La inercia empuja a Rajoy a acabar la legislatura sin reformas ni iniciativas políticas; lo más probable es que la reforma de la financiación autonómica se deje para la próxima legislatura y el Presupuesto para el año próximo, si supera el trámite parlamentario, sea una simple acumulación de prebendas y favores concedidos a los partidos cuyos votos se necesitan para aprobarlo. Esto no es hacer política; de hecho, es un grave desperdicio que un país europeo, sin capacidad para actuar sobre la política monetaria, renuncie de forma tan negligente, a la política fiscal.

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Fuente: El País