Es como si se hubiera encendido la luz roja de una central nuclear, los altavoces expulsaran la señal de alarma al máximo volumen, y todo el mundo siguiera en sus puestos como si fuese ciego y sordo. Nadie hace caso y continúa con sus ensoñaciones y sus dificultades cotidianas. Y sin embargo, la Organización Metereológica Mundial (OMM) perteneciente a las Naciones Unidas ha vuelto a señalar que el aumento de la concentración y acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera debido a la acción del hombre traerá de inmediato –ya las está trayendo- “graves perturbaciones ecológicas y económicas”, “proliferación de fenómenos metereológicos extremos” (como la actual sequía) y “aumentos peligrosos de la temperatura global”. Por consiguiente, “las generaciones futuras tendrán un planeta más inhóspito”.
Ello también afecta a la vida cotidiana. ¿Por qué estas llamadas de atención no prenden con la fuerza que debieran? El sociólogo polazo Zygmunt Bauman, siguiendo la secuencia de lo líquido que desarrolla en sus teorías, habla del “miedo líquido”, que fluye, cala, se filtra, rezuma y nadie está salvo del mismo, aunque siempre hayan sido más los miedos que se anuncian que los que llegan efectivamente. ¿A cuántos conocemos cuyo ordenador quedase inservible por culpa de aquel siniestro “efecto 2000”?; ¿cuántos de nuestros amigos han muerto del “mal de las vacas locas”?, etcétera.
Pero el cambio climático pertenece a otra naturaleza de problemas más tangibles, y está aquejado por dos circunstancias complementarias: primero, el incremento extraordinario de la población mundial: hoy ya somos alrededor de 7.500 millones de personas y se calcula que a mitad de este siglo seremos 10.000 millones. Segundo, los efectos de una economía global en la que el principal objetivo es el crecimiento constante. El PIB como prioridad absoluta para la solución de las cosas. Hasta tal punto que se notan ya, en algunos aspectos, las contradicciones entre los caminos que llevan a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y las condiciones de vida del planeta.
La transición hacia un sistema energético renovable, distribuido y participativo, con control democrático, va a devenir en el principal factor de modernidad de las economías de todo el mundo. La fuerza política que sea capaz de quedarse con su bandera y, más allá, poner en marcha esa modernización, será hegemónica en las próximas décadas. La transición energética se añadirá a las fracturas existentes entre derecha e izquierda, arriba y abajo, o centro y periferia, que han estado vigentes en la confrontación política e ideológica de los últimos siglos.
Habrá que recordar a quienes hoy están justamente empeñados en una reforma constitucional para actualizar el modelo territorial de España, que a ella habrá que añadir el derecho ciudadano al acceso a la energía (producción y consumo) junto el acceso al agua corriente. Estos derechos forman parte de la ciudadanía social que junto a la política y a la civil forman parte del ciudadano total del siglo XXI. Como dijo Marshall, autor de este hermoso concepto de ciudadanía, uno no es ciudadano si no es triplemente ciudadano. La ciudadanía social es la gran abandonada de nuestro tiempo, y a ella ha de añadirse con extrema urgencia la transición energética.
Fuente: El País