Los datos son el nuevo petróleo del mundo del siglo XXI. Sin entrar a valorar cómo cruzar unos con otros para obtener patrones económicos, preferencias políticas o, simplemente, gustos personales, los algoritmos empresariales que horadan en el big data son ya una moneda de cambio habitual en cualquier entorno mínimamente digitalizado. El usuario no es consciente de que, en numerosas ocasiones, paga con su privacidad para recibir un servicio cada vez más personalizado a través de internet. ¿Cuántas veces has aceptado sin leerte la política de privacidad de esa nueva app que te has instalado? ¿Estás al corriente de lo que Google y Facebook pueden hacer con tu perfil? ¿Sabes si tu banco te puede geolocalizar?

Un gesto tan rutinario como el de presionar con el pulgar una aplicación es el filón que cualquier empresa necesita para poner en marcha la máquina de recopilación de datos. En tu vida diaria no significa nada, pero para las compañías lo es casi todo. Como explica Natalia Martos, counsel de Pérez-Llorca en el área de privacidad y negocios digitales, hay que entender esta relación como algo contractual, aunque siendo consciente de qué exponemos públicamente. “Hay que saber las condiciones por ambas partes. Si conocemos las reglas del juego y lo que nos ofrecen, estupendo. En caso contrario, tenemos un problema”, añade.

Para muchos usuarios resulta casi vital conocer el tráfico en sus desplazamientos. Google es consciente de ello e incluso te avisa de que salgas antes si quieres llegar a tiempo a esa cita que tienes en el calendario de tu móvil. Esta alerta tan simple sería impensable sin que la compañía estadounidense dispusiera de la información que has decidido ceder. Por si alguien se asusta y considera que ni controla su vida, los de Mountain View disponen del espacio My Account, donde revisar todo lo que la tecnológica sabe del usuario. “Desde aquí, cualquiera que tenga una cuenta en Google puede conocer los datos que guardamos y decidir qué hacer con ellos: editarlos, borrarlos o descargarlos para transferirlos a la competencia”, asegura Anäis Pérez, directora de comunicación de Google en España.

Una de las palabras más repetidas por las empresas para justificar este rastreo incesante de información es la de la personalización de los servicios. Los datos bancarios, como movimientos o transferencias, forman también parte de aquello que cedemos. En el Banco Sabadell lo conocen a la perfección y no se esconden para afirmar que sin ellos serían incapaces de dar un valor añadido a sus clientes. “El usuario es el propietario de la cuenta y decide qué comparte. Nosotros le personalizamos suficientemente nuestra oferta como para que salga ganando mediante modelos matemáticos que determinan cuáles pueden ser sus necesidades”, razona Pier Paolo Rossi, director de inteligencia y desarrollo de negocio del Sabadell.

Las redes sociales e internet han provocado un cambio en el comportamiento social. La exposición pública es mucho mayor, sobre todo por parte de los más jóvenes, y facilita que cada uno de nosotros dejemos un rastro. Al menos así lo entiende Alejandro Navas, profesor de sociología en la Universidad de Navarra. En su opinión, nos desenvolvemos tanto entre pantallas –algunos informes apuntan a que los alumnos occidentales pasan hasta 13.000 horas al año delante de ellas por 10.000 en el aula– que la labor de captación de datos resulta sencilla. “Hay muchos ámbitos en los que hay un conflicto entre privacidad y publicidad. ¿Mi empleador ha de conocer mi historial médico? Al margen de la respuesta, lo cierto es que la gente pone su vida en la red”, zanja.

¿Un nuevo reglamento europeo de protección de datos para poner orden?

La velocidad de la transformación digital ha propiciado que muchos sectores tengan una regulación alejada de la realidad. Precisamente, esto es lo que ha sucedido con el procesamiento del big data. Los usuarios han perdido el control de su información. La Unión Europea ha intentado frenar este descontrol legislativo y, a partir del próximo 25 de mayo, entrará en vigor el nuevo reglamento de protección de datos que afectará a cualquier empresa y a todos los ciudadanos comunitarios. “La privacidad es un derecho fundamental. Lo que pretende esta norma es que cada uno de nosotros seamos titulares de nuestros datos y que las compañías tengan la obligación de rendir cuentas ante la sociedad siempre que así se lo exijamos”, detalla Natalia Martos, counsel de Pérez-Llorca en el área de privacidad y negocios digitales.

Si la personalización resulta clave para las organizaciones, la educación y concienciación desempeñan el mismo papel para los usuarios. Casos como el del espionaje a Edward Snowden o como el de que existan empresas que comercien con datos personales por siete céntimos son reales y no un guion de Black Mirror. Para prevenir al máximo vernos ante esta tesitura, mejor tomar precauciones. “La sociedad está inmadura en la importancia de lo que significa estar expuesta. Debemos cobrar conciencia de nuestra privacidad, especialmente a cómo utilizamos los servicios de la sociedad de la información, dónde los damos y cómo los usamos”, recalca Martos.

La evolución tecnológica presenta el dilema de decidir si estamos conformes con los servicios que recibimos a cambio de nuestros datos. En Suiza, por ejemplo, tal y como comenta Navas, se votó en un referéndum que se limitara la libertad en la red para que hubiera un mayor control y supervisión por miedo al terrorismo. No existe una fórmula mágica que determine cuál es la opción correcta, más allá de que nadie sepa de uno mismo lo que ha decidido mantener en el cajón de la privacidad. Los límites, al margen de los que la legislación impone, los determina cada uno. Eso sí, que nadie se asuste si de repente le aparecen anuncios relacionados con una búsqueda. Ya habrás pagado con tu información que te rastreen.

Fuente: El País