Lily, de 19 años, es trabajadora en una de las fábricas que han transformado en pocos años una pequeña ciudad del sudeste de China, haciendo que las dos terceras partes de su población hayan llegado de los campos para trabajar en la industria. Vive con su padres y dos hermanos en una vivienda de dos habitaciones destartaladas, comparte cama con su hermana; la casa tiene un váter, que no se puede llamar inodoro, para uso de tres familias. No hay baño ni otro medio más que un cubo para lavarse, ni forma de combatir temperaturas de cero grados en invierno y de más de treinta y cinco en verano. Lily es una gota con nombre en esa marea de más de 250 millones de chinos que en las últimas décadas han dejado la vida rural para estancarse en las urbes industriales.

Su tabla de salvación es un Huawei, que le ha costado unos 340 euros. Como tantas otras personas arrastradas por la marea migratoria, la Red las rescata del más absoluto desencanto: han dejado su hogar y no encuentran acogida en otro, ni forma de levantarlo, pues las condiciones de vida en estas ciudades industriales son desalentadoras; trabajo alienante, habitación deplorable, difícil socialización. Y en la Red encuentran el espacio, que la ciudad no les ha dado, para construir su hogar, su lugar en el mundo.

Como tantas otras personas arrastradas por la marea migratoria, la Red las rescata del más absoluto desencanto

Todos necesitamos un lugar para vivir; el lugar es el entorno en el que el mundo está a nuestro alcance, está hecho de todo aquello en lo que, de algún modo, podemos intervenir: objetos, personas, actividades… Y en el espacio digital Lily tiene posibilidad de alcanzar objetos imposibles con los pies en el suelo; relacionarse con otras personas que serían inencontrables o intratables en las calles o en otros espacios públicos de su ingrata ciudad; escuchar música, ver películas, leer, jugar ante una abundancia y capacidad de elección inimaginables desde este lado del mundo, que llamamos real, y que Lily considera «insoportable».

Ha dejado su lugar en el campo, en busca de su lugar en la sociedad industrial, y no lo ha encontrado; está en un sitio, pero no en un lugar, o al menos en un lugar soportable, así que la migración sigue, ahora convertida en migración digital. La antropóloga Xinyuan Wang ha hecho un estudio muy sugestivo y riguroso, tomando como muestra esta ciudad, de estas dos olas migratorias en el libro Social Media in Industrial China (UCL Press, 2016).

La historia de Lily es fácil que se interprete como una fuga de la realidad a un espacio virtual que la mantiene engañada, pues se tiende a contraponer realidad a virtualidad, y no como una dualidad indisoluble. Se vería entonces como una prueba más de la alienación que hoy provoca la tecnología. Proyectamos así sobre su caso el recelo que existe hacia el espacio digital como un mundo virtual que se contrapone a nuestra realidad. Sin embargo, no hay que olvidar que la prótesis del Huawei de Lily, que la conecta al mundo digital, amplifica igual que todo artefacto —simple o sofisticado— las capacidades naturales del ser humano, y que nuestro cerebro es un potente generador de virtualidad, sin la que no podríamos vivir, sin la que no seríamos nosotros. ¿Cómo viviríamos el presente, que es nuestro lugar en el tiempo, si dejáramos de imaginar, de prever, de proyectar, de planear, es decir, de construir escenarios virtuales? Su estrechez se haría también «insoportable».

Entre esa estrechez asfixiante y el extravío de la alienación, entre la realidad y la virtualidad, construimos arriesgadamente —más todavía con los medios que ahora tenemos— nuestro lugar en el mundo.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

 

Fuente: El País