Vivir en un espacio sin lugares, sin distancias y, por tanto, sin demoras, que es vivir en red —la vida en digital—, proporciona, entre otras muchas cosas, una experiencia del tiempo distinta y que podrá ser muy provechosa. Basta para verlo con materializar en un objeto la actividad que estemos haciendo con nuestro móvil, y no ser tan solo un pequeño sello (app) flotando en la pantalla, como si fuera sobre una lámina líquida. Y convertido el sello bidimensional en el objeto con el que habría que hacer esa actividad de no tener la app, ocuparía un lugar y nos separaría una distancia, que se necesita recorrer para alcanzarlo: hay, por tanto, que emplear un tiempo. Gastamos no solo energía, sino tiempo.

Quizá no somos del todo conscientes del tiempo que se libera en esta vida en digital, en red. ¿Qué hacemos con este tiempo? ¿Nos lo apropiamos, como un bien que nos proporciona la tecnología, o se nos volatiliza antes de aprovecharlo?

Un camino para recorrer la historia de la humanidad es el de su conquista del tiempo. El tiempo no es algo que se nos es dado, y que podemos perder (incluso matar, matar el tiempo), sino algo que se consigue… con dificultad. Y este esfuerzo por producirlo está desde nuestros primeros pasos como humanos.

El fuego, controlado en la hoguera, es decir, un artefacto, supuso ya un paso importantísimo en esta conquista del tiempo. No solo producía calor, transformación y protección, sino luz, y con ella ganar tiempo a las tinieblas que nos hacían detener la actividad, acurrucarnos y esperar a la luz natural del nuevo día. En ese tiempo alumbrado pudo vibrar en el aire la palabra hablada, y con ella la transmisión de conocimientos y de relatos.

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Narrar es otra fabulosa invención cultural que produce tiempo, pues la experiencia de lo que se ha vivido se transmite sin tener que emplear el receptor el mismo tiempo para asimilarla, así que este se libera para otras actividades. De haber existido más Funes el memorioso, personaje de Borges, de poco habría servido la hoguera, pues Ireneo Funes no olvidaba nada, así que contar los recuerdos de un día le costaba… otro día. Hoy, en un mundo sobreinformado, la necesidad de nuevos narradores es imperiosa para que las elipsis, la coherencia y la abstracción den orden al caos del exceso, y que el ruido no nos prive del tiempo.

El fuego, la electricidad, el transporte, el maquinismo, la robotización, la Red…, ingenios humanos para ganar tiempo. Y el tiempo es lo que nos humaniza, el tiempo propio, porque es una experiencia interior, cerebral (compleja, por tanto), que brota en nosotros (y poco a poco, porque hay que conquistarlo, producirlo), por tanto, no es algo exterior que recibimos.

Si estamos hoy concienciados ante una mala alimentación en una sociedad de la abundancia, deberemos empezar a preocuparnos también por la forma y calidad con que saciamos el hueco que abre el logro del tiempo propio en una sociedad de la sobreinformación.

El cuerpo reclama energía para mantenerse en pie, y el cerebro pide tiempo para seguir tejiendo el inagotable conectoma de sus neuronas. Esa necesidad de energía para el cuerpo se manifiesta con el hambre, que mueve a buscar alimentos; y la necesidad cerebral lo hace, curiosamente, con la sensación de aburrimiento, que mueve a interactuar con el mundo para obtener información. Aburrirse es un síntoma tan humano y que nace cuando se dispone de un tiempo para ti, no alienado, y de la necesidad que tiene el cerebro de alimentarse de incertidumbre, es decir, de información, de ahí que la busque interrogando el mundo (con la palabra, la mirada, las manos…).

Y si es contraproducente adelantarse al hambre del niño ofreciéndole alimento que aún no reclame el estómago, es igualmente negativo que no se le deje aburrirse, es decir, que comience a sentir y valorar su tiempo propio y a procurar emplearlo.

Pues bien, a los adultos se nos volatiliza el tiempo propio, que tan costosamente ha ido consiguiendo el ser humano, porque se evita el aburrimiento con el entretenimiento, que, convertido en producto de consumo, se adelanta a los primeros síntomas de aburrimiento. Y es que además el consumo exagerado y general es otra forma de acabar con el logro del tiempo propio, pues se aliena para conseguir más poder adquisitivo.

Hay que pedir una formación (cultura) no solo para el trabajo, sino para no morirse de aburrimiento. No solo educación para ser operarios (tiempo alienado), sino para ser vividores (tiempo propio).

La agitación constante de lugar en lugar, la disipación del clic compulsivo sobre la pantalla… son otras formas por las que se nos va el tiempo antes de hacernos con él y de que nos podamos aburrir. Nos encontramos, con nuestro tiempo propio, como el ganador de un premio de lotería al que le rodean enseguida promotores y solicitantes de todo tipo, y que con frecuencia hacen finalmente que se volatilice el dinero ganado. Si estamos hoy concienciados ante una mala alimentación en una sociedad de la abundancia, deberemos empezar a preocuparnos también por la forma y calidad con que saciamos el hueco que abre el logro del tiempo propio en una sociedad de la sobreinformación. 

Preocupa que la robotización nos despoje de poder emplear el tiempo en trabajar (aunque sea un trabajo alienante), pero quizá en el fondo está el temor al aburrimiento, si es que esa esperada productividad nos paga con tiempo para nosotros. Habrá que ir pensando en otra función de la educación para la nueva vida en digital: porque si la educación evitaba no morirse de hambre (ahora la de un consumo muy superior al de la subsistencia), posiblemente habrá que pedirle una formación (cultura) no solo para el trabajo, sino para no morirse de aburrimiento. No solo educación para ser operarios (tiempo alienado), sino para ser vividores (tiempo propio).

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Fuente: El País