Cae la tarde de viernes en Coyoacán y la plaza de los Coyotes, uno de los epicentros turísticos más icónicos del sur de la Ciudad de México, es un hervidero de lugareños y turistas extranjeros. En espacio de dos horas, hasta seis niños, todos ellos de menos de 12 años, se pasean por las mesas ofreciendo mazapanes, chicles y pequeñas artesanías. Al salir de la escuela, en vez de juegos, compartirán horas de venta ambulante a lo largo del fin de semana. Ante su presencia, las miradas se desvanecen y se pierden en el horizonte. Pocos quieren fijar sus ojos sobre una realidad tan dolorosa como la de un menor teniendo que ganarse la vida en uno de los países más ricos de América Latina. No son uno ni dos, sino 2,5 millones, según el último registro oficial.

En 2007, la muerte de David Salgado, un pequeño de nueve años originario de Guerrero (sur de México), mientras trabajaba en un campo de cultivo de Culiacán (Sinaloa, norte) sacudió la conciencia de muchos mexicanos y motivó una mayor atención al problema del trabajo infantil. Pero una década después, al son del ciclo agrario, centenares de niños llegarán en las próximas semanas con sus familias a la franja de 300 kilómetros que separa a Nayarit de Culiacán –muy cerca de donde murió David– para trabajar entre cuatro y seis meses en la recolección de tomates y otros vegetales, relata Isabel Margarita Nemecio, de la Red Nacional de Jornaleros Agrícolas.

Formalmente, los empleados serán sus padres, pero estos menores, en su mayoría procedentes de Guerrero y Chiapas, dos de las regiones más pobres de México, acabarán trabajando como un empleado más. «Las autoridades dicen haber erradicado el trabajo infantil en la zona, pero la realidad es que las inspecciones muchas veces no funcionan», apunta Nemecio. «Es muy velado el tema, clandestino en la mayoría de casos. Pero trabajar, trabajan». Gracias a su altura, flexibilidad y maleabilidad, agrega, estos menores reúnen las mejores condiciones para la recolección. Son, en suma, mucho más útiles que sus propios padres.

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El sistema informal de pagos que se emplea habitualmente en las plantaciones mexicanas de frutas y hortalizas, a destajo —por unidad recolectada y no por jornada u hora trabajada—, añade un incentivo perverso para el empleo infantil y adolescente: ante la baja retribución que reciben —en la mayoría de casos, por debajo del umbral de pobreza—, los padres optan por llevar a sus hijos a trabajar para así poder complementar el ingreso familiar, apunta Saraí Miranda, investigadora de El Colegio de la Frontera Sur. «En el caso del cultivo de tomate, para poder superar los 200 pesos diarios tienen que recolectar entre 300 y 400 cubetas de 20 litros por día: una persona sola no se basta, y eso lleva al trabajo de campo a los hijos de los jornaleros. Pero la responsabilidad última no es de los padres, sino de los empleadores».

Casi un cuarto de siglo después de que México formalizase su ingreso a la OCDE —el think tank que reúne a las economías más avanzadas del mundo—, el 8,4% de las niñas y niños mexicanos de entre de cinco y 17 años trabajan a diario para apoyar en el sustento familiar. La mayoría —nueve de cada 10— se desempeñan al margen de la ley, bien por no haber cumplido la edad permitida bien por realizar actividades que ponen en riesgo su salud y desarrollo físico e intelectual. De ellos, el 40% no recibe ninguna remuneración a cambio —en su mayoría, porque trabajan en su propia casa o en changarros (pequeños negocios) familiares— y casi uno de cada tres cobra menos que el salario mínimo, el tercero más bajo de América Latina.

No hay indicios de que esta foto fija, elaborada con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, haya cambiado mucho en estos dos últimos años: la Convención de los Derechos del Niño, ratificada por México en 1990 sigue siendo papel mojado en amplias zonas del país. El salto económico de estos años ha sido considerable; el social, notablemente menor. «México no debería tener menores trabajando. Pero las leyes siguen siendo laxas e inexistentes en el caso del mercado de trabajo informal, y la desigualdad de acceso y los bajos salarios que cobran los padres hacen el resto», subraya Luis Huesca, investigador del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo.

Normalización social

Febrero de 2016. El entonces subsecretario de Desarrollo Social de México, Ernesto Nemer, tuitea orgulloso: «Me da mucho gusto saludar a mi amigo Angelito, que siempre que vengo a San Cristóbal de las Casas me da la mejor boleada [limpiado de zapatos]». Angelito es un niño de no más de 10 años que se gana la vida —como decenas de menores de este polo turístico de Chiapas, por mucho el Estado más pobre de México, en el que uno de cada 10 menores no va a la escuela— embetunando el calzado de locales y turistas. Y la situación es «el mejor ejemplo de la normalización del trabajo infantil en muchas zonas del país», subraya Jesús Rubio, profesor de El Colegio de la Frontera Norte.

A diferencia de lo que ocurre en urbes mucho más prósperas, como la Ciudad de México, Guadalajara o Monterrey —pese a que imágenes como la de Coyoacán son tristemente recurrentes—, en el sur del país, mucho más rural, la sensibilidad es notablemente menor, relata Rubio. Esta asimetría en la percepción social deja su huella en las cifras: mientras que en las áreas más urbanizadas el trabajo infantil solo afecta al 6% de los pequeños, en las zonas menos urbanizadas de México, la tasa se dispara hasta el 10%. Casos como el de I. L., una chica de 16 años que desde los 11 compatibiliza las clases con la ayuda diaria a sus padres en el empaquetado de café para su posterior venta y que aprovecha las vacaciones para cuidar de una niña más pequeña que ella a cambio de solo 600 pesos mensuales, son moneda de cambio demasiado habitual.

¿Qué se puede hacer para combatir el trabajo infantil? Gerardina González, directora de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para México y Cuba subraya el elemento diferencial para acabar con la lacra del trabajo infantil: interrumpir el ciclo de carestía. «Hay que abordar el problema de la pobreza familiar, que en la mayoría de casos es el que lleva a los niños al trabajo», valora. La elevada incidencia del embarazo adolescente —medio millón de chicas menores de 19 años quedan encintas cada año— y la lacerante desigualdad de oportunidades, hacen el resto. La consecuencia: una elevadísima probabilidad de que los padres de un niño que hoy está empleado también tuviesen que trabajar en su infancia. Cuatro de cada 10 menores que trabajan en México ni siquiera pudo terminar la Primaria.

Las ayudas públicas, en su diseño actual, solo contribuyen parcialmente al objetivo de devolver a los menores a sus quehaceres como lo que son, infantes, y no como trabajadores precoces. «Niños como Angelito pueden ganar unos 500 pesos diarios como boleadores, prácticamente la misma cantidad que provee, por menor y mes, Prospera [el programa federal de apoyo para familias en pobreza extrema]«, subraya este especialista en políticas públicas y mercado laboral, autor de un reciente estudio sobre la situación de estos pequeños en San Cristóbal de las Casas.

«Hay que atender las necesidades de sus familias; si no, no se solucionará», completa Víctor Inzúa, profesor de la Escuela de Trabajo Social de la UNAM. «No se puede culpabilizar a sus padres: es su pobreza la que lleva a los niños a trabajar». En ese mensaje, el de la no criminalización de los menores trabajadores y sus familias, coinciden todos los académicos consultados. También las ONG que trabajan sobre el terreno, como Melel Xojobal. Su directora, Jennifer Haza, ve «errado» el enfoque de las políticas públicas dirigidas a niños y adolescentes. «La OIT y el Gobierno no distinguen entre empleo y explotación, y observan su situación desde una perspectiva occidental en la que el trabajo de los chavos [chicos] siempre es una actividad perjudicial y lo más importante es fijar un umbral mínimo de edad», opina. «El análisis es mucho más complejo que eso. Empecemos por preguntar a los chavos [chicos] por sus problemas».

Fuente: El País