El pastoreo agoniza. El campo se queda poco a poco sin una de sus imágenes más míticas: el paisano que, zurrón al hombro y vara en mano, guía con determinación al rebaño en busca de pastos con la única compañía del fiel perro. La paulatina extinción de esta profesión no es baladí; tiene importantes consecuencias económicas, medioambientales y sociales. Con ella se van algunas de las señas de identidad de la cabaña nacional: la ganadería extensiva y la trashumancia. Además, es una muesca más que se cobra la despoblación en lo que ha venido en llamarse la España vaciada.

Mazuela, un pequeño pueblo de la meseta burgalesa, es un ejemplo de esta agonía. Con una docena de casas abiertas, en esta localidad había cinco pastores con sus tres rebaños. Ya no queda ninguno. Marciano Bueno era soltero, nunca tuvo novia ni alternaba en discotecas; su gran amor eran sus ovejas, para las que vivía día y noche. Antes de salir el sol, acarreaba fardos de paja y alfalfa para su ganado y a la noche, apagaba la luz de las tenadas. Con tanta dependencia del trabajo, los agricultores le miraban con cierta compasión. Murió prematuramente y sus ovejas desaparecieron. En el caso de Luis García dejó el rebaño a su hijo Mario, pero este pensaba más en trabajar su jornada de ocho horas en cualquier empresa que pasarse la vida en el campo de domingo a domingo, y desistió. Por su parte, Paco, Abundio y Crescencio Ausín no encontraban relevo cuando se jubiló Emilio, el pastor de toda la vida, que se fue con sus hijos al País Vasco. Los tres hermanos decidieron entonces compaginar la agricultura con el pastoreo hasta su jubilación y vendieron las ovejas por falta de sucesores. “Aquello era muy duro”,recuerda Paco. “Si tenías que alimentarlas en la tenada, te comían los gastos y no era rentable. En invierno llegabas del campo con la escarcha en la chamarra y en verano los días de seis de la mañana a 10 de la noche eran interminables bajo el sol, y además solo, porque iba sin transistor”, recuerda.

Hoy, en Mazuela solo queda la docena de cabras del alcalde que pastan donde les apetece, las tenadas están vacías o medio arruinadas y las hierbas se comen los caminos de las 1.400 hectáreas donde pastaban más de 2.000 ovejas. Como Mazuela, hay cientos de pueblos donde los pastores son pieza de museo etnográfico. La ganadería extensiva fue históricamente una de las señas de identidad de las cabañas ganaderas de ovino y caprino en España. En la actualidad, la trashumancia se mantiene reducida a mínimos. Hay un recorte de explotaciones y los pastores se van. Dejan esta profesión milenaria por razones de edad. No hay relevo. La incorporación de los jóvenes de las familias es escasa. Además, existe un rechazo de la mano de obra extranjera a entrar en una actividad que requiere elevados grados de dependencia y con una rentabilidad escasa, ya que en gran medida la lana ha sido sustituida por materiales sintéticos. Por si estos fueran pocos obstáculos, la profesión de pastor tiene una baja consideración social. No tiene el pedigrí de criar caballos.

Veterinarios

En algunas zonas los enemigos de los ganaderos son los lobos y en otras las rígidas campañas de saneamiento ganadero de comunidades autónomas, como Castilla y León, Andalucía o Extremadura, contra la brucelosis o la tuberculosis. Fernando Sainz montó con dos socios una explotación extensiva de 500 cabras en Salinas de Pisuerga (Palencia) y una quesería artesanal para autoempleo de dos personas. “Llegaron una mañana los veterinarios de la Junta, tomaron muestras de tuberculina y, como la media superaba en unas décimas la normativa, se las llevaron todas al matadero. Con la indemnización solo podía reponer una parte de la cabaña y si volvían al pastoreo iban a contraer nuevamente la tuberculosis porque nadie la controla en la fauna salvaje”, se lamenta Sainz.

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No hay una definición sobre lo que es ganadería extensiva, aunque sí hay una serie de conceptos que la acotan. Desde la Fundación Entretantos se ha definido esta práctica “como el sistema de producción ganadera que aprovecha eficientemente los recursos del territorio con especies y razas adecuadas, compatibilizando la producción con la sostenibilidad, generando además servicios medioambientales y sociales”. A esos conceptos se podrían añadir otros, como un mayor grado de autoempleo y de utilización de razas autóctonas.

El papel de la ganadería extensiva es algo reconocido por el conjunto de la sociedad, pero no valorado en su justa medida, tanto desde una perspectiva social como económica. “Antes se nos marginaba por la mala imagen social del oficio de pastor, ahora a los ganaderos se nos trata de demonizar desde movimientos defensores del bienestar animal como si nosotros no fuéramos los primeros interesados en tener unas ovejas bien cuidadas”, señala Jorge Izquierdo, ganadero de Colmenar Viejo (Madrid) que, con su hermano Ángel, tiene una explotación de 300 vacas y 3.000 ovejas. “Se nos mira mal por el sacrificio de los animales. Hay una total desconexión entre lo urbano y lo rural. No se entiende nuestro trabajo, como demuestra el registro de la jornada laboral. Quien hace la ley no sabe que las ovejas no enferman a una hora determinada y un día en concreto”, añade. La incomprensión llega al ámbito familiar: “A veces tampoco lo entiende tu compañera cuando dices que no te puedes ir de vacaciones porque han parido unas ovejas”, se lamenta Izquierdo.

A pesar del negro panorama que se cierne sobre el pastoreo, aún hay historias esperanzadoras. Lorena Palacio, de 32 años, con un bebé, vive en la pequeña localidad oscense de Viu, al pie del Ordesa. Maneja un rebaño de 60 vacas y 450 ovejas para producir ternasco de Aragón, y ha optado por quedarse en el pueblo por vocación a pesar de lo que supone no tener servicios. “Y no soy la única. En este valle somos varios los jóvenes que hemos optado por quedarnos, porque nos gusta la vida entre el monte y el pueblo. Mi hijo ha sido el primero que nace aquí en 26 años y yo me encuentro feliz en el monte”, apunta Palacio.

Peor experiencia ha tenido Asier Sagasta, un ganadero de 24 años procedente de la Escuela de Pastores del País Vasco, con explotación en Escoriaza, Guipúzcoa, de 400 ovejas “lacha” y una quesería artesanal. Está en la actividad siguiendo la tradición familiar. “Mi vida es dedicación exclusiva a la explotación, no me quejo, me gusta. Comienzo la jornada a las 5.30, ordeño, saco las ovejas a pastar y por la noche repito el ordeño. Mientras pastan hago el queso. Ahora estoy solo. Tuve una compañera que le gustaba esto, pero se fue… Era más duro de lo que pensaba”.

A la ganadería extensiva se le reconoce su papel positivo en la protección del medio ambiente. Además fija a la población en el medio rural, en muchos casos como autoempleo y en otros con la contratación de personal ajeno a la explotación. “Según nuestros estudios, cada rebaño de ovino o caprino extensivo genera 2,2 puestos de trabajo”, señala Julio Moradas, uno de los responsables de la Fundación Entretantos. “Los agricultores de cereal, por ejemplo, pueden realizar perfectamente sus tareas viviendo en un núcleo urbano y viajando cada día al pueblo. Un ganadero debe estar al pie de su explotación y, en muchas ocasiones, hasta dormir en las naves haciendo guardia para evitar robos”, añade.

Las cabañas ganaderas extensivas se han considerado siempre como las mejores limpiadoras de montes y caminos, y por ello las primeras empleadas para evitar los incendios. Con este objetivo desde hace unos años el grupo Coren mantiene en Galicia rebaños de la vaca cachena para desbrozar montes. En la Comunidad de Madrid, en base a un acuerdo con la Presidencia, Bomberos y Participación Ciudadana, utilizan unas 900 ovejas de Jorge Izquierdo para la limpieza de franjas de 50 hectáreas de montes para facilitar la entrada en ellos de visitantes que, de otra forma, tendrían imposible su acceso. Los pastores, que están todo el día en el campo, se erigen también en vigilantes del medio rural. “Al estar todo el día en el campo, sabes quién merodea por los caminos, coches que dicen se han perdido, con matrículas que no conoces y que no buscan nada bueno”, recuerda Paco Ausín, dedicado al pastoreo en Burgos.

Aportación

La ganadería extensiva, fundamentalmente de ovino y caprino, supone asimismo una importante aportación a la economía tanto por la venta de carne como de leche. Tras un bache a principios de la última década, el valor de su producción final en los últimos años ha ido creciendo, a pesar de la reducción de censos y de explotaciones, gracias a mejoras en la eficiencia. En 2018 superó los 2.000 millones de euros, de los que 1.256 corresponden a las ventas de carnes, 459 millones a la leche de oveja y 335 millones a la leche de cabra.

Uno de los elementos comunes que ha caracterizado a las ganaderías extensivas ha sido la reducción en el número de explotaciones y en los censos fundamentalmente en ovino, mientras en caprino y en vacas nodrizas la evolución ha tenido oscilaciones al alza y a la baja en función de los mercados.

Esperanza Orellana, directora general de Producciones y Mercados Agrarios del Ministerio de Agricultura, considera la ganadería extensiva como una pieza clave y prioritaria en la política del departamento. “Actualmente ya existe la posibilidad de dar ayudas agroambientales a esta actividad con competencias de las comunidades autónomas”, explica. En el plan estratégico se van a potenciar las ayudas. “Se pondrán en marcha los ecoesquemas y queremos que, cuando se hable de una cabaña extensiva, los animales pasten de verdad. Para enero constituiremos un grupo de trabajo para analizar la situación de la actividad extensiva”, añade Orellana.

Escuelas con pocos alumnos

Con el objetivo de formar a jóvenes que quisieran incorporarse a la actividad de la ganadería extensiva, así como para mejorar los conocimiento de quienes ya trabajaban con los animales, a finales del pasado siglo surgieron una serie de escuelas de pastores en las comunidades autónomas donde existía una fuerte presencia de cabañas extensivas, especialmente de ovino y caprino o para el pastoreo de vacas nodrizas. Estas escuelas han dependido básicamente de las Consejerías de Agricultura y Medio Ambiente, además de las ayudas comunitarias vía fondos de desarrollo rural o en el marco de los programas de Formación Profesional.

Hazi-Artzain Eskola en Arantzazu, Guipúzcoa, fue la pionera en 1997. Por ella han pasado más 300 personas, de las que un 79% han sido varones. “La escuela nació en un caserío cedido por los franciscanos que tenían un rebaño de unas 400 ovejas y a iniciativa de un fraile, Nicolás Segurola, que era el pastor encargado del rebaño”, señala su responsable, Batis Otaegui. En la actualidad el centro, que cuenta con apoyos del Gobierno Vasco y fondos comunitarios, ha adecuado las instalaciones creando una residencia de alumnos, que estudian casi sin coste para su bolsillo.

Los cursos tienen una duración de seis meses y en ellos se imparten una docena de módulos que comienzan por el conocimiento de los animales. Se imparten clases sobre la producción y el manejo de los forrajes, tratamiento de los prados y sobre la manipulación de la maquinaria de una explotación. Además, aprenden sobre sanidad y enfermedades, sistemas de alimentación, elaboración de los productos de la leche o la constitución de una quesería artesanal. “Finalizada la formación más teórica, aunque disponemos de un rebaño en el centro, pasan nueve semanas en explotaciones de personas que pasaron por la escuela para hacer prácticas”. Otaegui apunta la existencia de mayor demanda para entrar en la escuela en periodos de crisis en otros sectores y apunta las razones: “El papel de los pastores no ha sido siempre bien visto por la sociedad y no se ha puesto en valor su trabajo desde perspectivas económicas y del medio ambiente”. El número de alumnos por curso apenas si supera una media de 10 personas.

En Castuera (Badajoz) surgió hace varios años otra escuela de pastores ante la falta de relevo generacional. Los cursos se suelen iniciar con una media de 15 alumnos con menos de 30 años. Su director, Luis Fernández, reconoce que la demanda para recibir formación como pastor no es alta entre los nacionales y tampoco entre los inmigrantes.

Fuente: El País