Los regímenes presidencialistas con limitación de mandatos como el norteamericano experimentan un apreciable parón normativo en los segundos ciclos presidenciales, los que le proporcionan el gráfico apelativo de pato cojo al presidente, por la limitación de las iniciativas políticas. Una pasividad justificada tanto en la prudencia para esquivar asuntos que puedan comprometer la gestión de su sucesor, como en evitar embarcarse en proyectos personales que trasciendan el trecho temporal de un mandato que expira. Es lo más parecido a un Gobierno en funciones, donde las decisiones están legislativamente limitadas y tasadas, y que en España maniató las iniciativas de calado durante casi todo el año 2016, en el que mediaron en 11 meses dos convocatorias electorales y tres candidatos sometidos a la investidura para lograr un Gobierno. Pero el resultado, parido con una alambicada aritmética parlamentaria en las Cortes más fragmentadas desde la Segunda República, ha sido normativamente muy pobre, y con las salpicaduras del conflicto de Cataluña y la proximidad del muro electoral, que nadie espera ya milagros, que no los habrá.

La maldición de la segunda legislatura persigue a casi todos los presidentes españoles en democracia. Con la única excepción de González, al que sus socios sindicales le prepararon en ese trecho (diciembre de 1988) la mayor huelga general que se recuerda por estos pagos, a todos los demás les sobró una buena parte de su segundo mandato, tras haber logrado un fructífero desempeño en el primero. Por unas cosas o por otras, a ninguno le gusta recordarlo: Aznar se fue un fin de semana a las Azores y le salió políticamente muy caro, aunque la patada en el trasero se la dio después el electorado a su sucesor; a Zapatero le acorraló la claustrofobia de la recesión y salió huyendo seis meses antes de la cuenta, y siempre estará señalado como la víctima de la crisis por incapacidad para resolverla; y Rajoy aquí está que no se sabe si viene o va, prisionero de las circunstancias políticas y de un cambio cíclico que zarandea a todas las democracias liberales.

Las constantes vitales del segundo mandato regular de Rajoy nunca pasaron del encefalograma plano, porque desde el mismísimo Ejecutivo se admitía que no había mimbres parlamentarios para tejer ningún cesto, mayorías suficientes como para reemprender la agenda reformista que una economía cogida con alfileres como la española precisa. Una legislatura de servicios mínimos que, además, ha sido golpeada y neutralizada con el desafío al Estado ejecutado por los separatistas catalanes, que ha generado el único corpus normativo reseñable del cuatrienio para poner en su sitio a los sediciosos y despejar la duda que tantos desvelos generó sobre cómo se puede meter en vereda a golpistas que actúan desde dentro de la democracia. Si el Estado sale fortalecido del embrollo, que parece que sí aunque el nuevo Gobierno catalán persista en su montaraz felonía, únicamente eso será lo que esta legislatura huera legue a la historia.

El Gobierno mantuvo durante mucho tiempo aquí y en los road shows financieros en los que trataba de convencer a nuestros financiadores que “lo de Cataluña” no afectaría a la economía; vaya, “que ni nos preguntan por el asunto fuera de España”. Pero cuando comenzó la erupción del suflé los inversores, los turistas, los empresarios industriales y las propias empresas radicadas en Cataluña pasaron una pesada factura de la que costará una temporada larga recuperarse si todo va bien.

Pero el oleaje de la cuestión catalana afectó de forma determinante a la producción normativa de carácter económico y, por si la debilidad parlamentaria del Gobierno fuese poca, modificó los ánimos políticos de grupos determinantes para aprobar la Ley de Presupuestos. El Partido Nacionalista Vasco, que sacó una injustificable ventaja en su relación bilateral con Madrid con una renovación del Cupo de todo punto exagerada, paralizó su prometido respaldo a las cuentas del Estado de 2018 en nombre de una peregrina solidaridad ideológica con los nacionalistas catalanes. Rajoy asegura que habrá Presupuestos en febrero o marzo, pero lo creeremos cuando lo veamos.

Si no lo hubiere, la legislatura entra en vía muerta. Si existiere, puede ser la bomba de oxígeno que Rajoy necesita para evitar el naufragio, que le serviría para estirar el mandato hasta la primavera de 2020. Unas cuentas aprobadas con todas las de la ley para este año facilitaría una prórroga para 2019 y concluir el mandato con menos apoyos políticos de la democracia con solo dos presupuestos regulares.
Las cuentas proporcionarían el lubricante de confianza que precisa la economía para mantener la velocidad de crucero a la que navega y permitirían sacar a España del protocolo de déficit excesivo por el que Bruselas mantiene la vigilancia sobre la gestión de los ingresos y gastos, llevando el déficit fiscal por debajo del 3% por vez primera en 11 años. Pero eso, que es mucho, es poca cosa. Porque salvo milagro político, nada de cambiar la financiación autonómica, que se prorroga año tras año primero porque no hay dinero, después porque no hay consenso y ahora porque no hay voluntad; y nada de reforzar las cuentas de una Seguridad Social con sonrojantes números rojos y que ni el formidable avance del empleo arreglará.

Estos son solo dos simples detalles de carácter presupuestario que están enganchados a un proyecto de ley atascado. Pero la parálisis llega mucho más allá, con reformas de mercados de bienes y servicios que estaban en el programa del Partido Popular para ensanchar y consolidar el crecimiento potencial de la economía y que ahora están en los cajones de la comisión delegada esperando mejor ocasión.

Este es un país muy dado a acordarse de santa Bárbara cuando caen chuzos de punta y a entregarse a la vida contemplativa cuando corre el vino y brotan las rosas. Así, la autocomplacencia mientras se observa el marchamo de la economía es una embriagadora tentación en la que han caído sus gestores, mientras el empedrado justifica la calma chicha reformista. Los esfuerzos de los primeros años de Rajoy, con los tres revolcones que supusieron la reforma laboral, el recorte del gasto y la recapitalización de la banca para recuperar la confianza entre los financiadores de uno de los países más endeudados del mundo están prolongando milagrosamente los réditos. Las mejoras de la competitividad de la economía han transformado nominalmente el modelo productivo, elevando la exportación hasta el 35% del PIB y encadenando cinco anualidades con superávit por cuenta corriente, algo que no ocurría desde que España era una economía emergente. Pero los efectos del elixir no durarán toda la vida. La economía en un modelo globalizado es una bicicleta de piñón fijo de la que te caes si dejas de dar pedales y en la que se corre en paralelo a otros ciclistas que compiten y pedalean afanosamente.

Puede cerrarse el segundo mandato regular de Rajoy con 20 millones de ocupados, como él promete todas las mañanas, y las agencias de rating mejorarán la calificación a la economía con crecimiento más generoso de Europa. Pero siendo mucho recuperar toda la ocupación que había antes de la crisis y por cuyo logro pocos daban un duro, puede ser poca cosa si no se ponen las bases para que tal avance se convierta en estructural, con un giro adicional de la economía hacia las manufacturas intensivas en tecnología y valor añadido, lo único que convertiría al modelo productivo altamente resiliente a las arremetidas de las crisis. Y para ello siguen esperando unas cuantas reformas que hasta ahora han sido abordadas con parches.

Amén de cambios profundos en el sistema de pensiones que ancle la confianza de los cotizantes para que puedan mantener los niveles de consumo e inversión, estamos a la espera de un cambio integral en la generación y distribución de la energía para que tenga los precios que son habituales en Europa para los particulares y más competitivos para las empresas; estamos a la espera de la reforma de los colegios profesionales tantas veces parada por poderosos colectivos corporativos; estamos a la espera de una política de agua que garantice el consumo eficiencia a precios razonables; estamos a la espera de una reforma en la justicia que la torne rápida y despolitizada para ser el mejor garante de la seguridad jurídica de la libre competencia y de los proyectos económicos;estamos a la espera de un giro en la educación secundaria y en la formación universitaria y profesional para esquivar el sonrojo sistemático al que nos somete el informe PISA y los rankings de excelencia universitaria en el mundo; estamos a la espera de reglas que garanticen la unidad de mercado nacional; en todas y cada una de las reformas que tantas veces se han enumerado para deshacer los cuellos de botella de los mercados de bienes, servicios y factores, estamos a la espera.

Y parece que habrá que seguir esperando porque a estas alturas de la vendimia, con elecciones autonómicas y locales en 2019 y como tarde en 2020 las generales, poco cabe esperar de aquello que suponga pisar callos a determinados colectivos. Además, para tales viajes, en el caso de querer planearlos, el Gobierno encontrará cada vez menos acompañantes dispuestos. Sus socios parlamentarios son más débiles cuanto más fuerte es su expectativa electoral, engordada por la demoscopia tras las elecciones catalanas. En breve Ciudadanos dará esquinazo al Gobierno para disputar los alcaldes, las comunidades y el Gobierno al PP, y entraremos en los meses muertos de la legislatura.

Buena parte de los cambios enumerados solo precisan de convicción y de la mitad más uno de los escaños del Congreso. Pero otros solo son posibles si detrás hay un gran pacto político para el que los partidos españoles no están entrenados. Esto no es Alemania, pero una reforma integral de la financiación autonómica que afecta a los intereses de los dos grandes partidos y de las formaciones nacionalistas que gestionan las regiones solo puede ser durable si entre todos ellos logran cuadrarla. Y tres cuartos de lo mismo ocurre con las pensiones, una cuestión de Estado en la que nadie puede inhibirse; en la que ni el Gobierno puede tratar de resolverlo en soledad, ni la plural oposición puede esquivar el compromiso buscando solo el rédito electoral.

La yincana electoral que arrancó en la primavera de 2014 con los comicios europeos en los que irrumpió Podemos entrará en efervescencia los próximos meses para terminar de anestesiar una legislatura huera. Los políticos se disponen a repartirse el poder. Los ciudadanos y las decisiones que les afectan pueden esperar.

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Fuente: El País