Primero se quedaron con las noticias. Luego con la publicidad. Hicieron lo mismo con los impuestos. Ahora son propietarios de los gustos, sentimientos e ideas de los ciudadanos. Nunca unas sociedades mercantiles privadas habían alcanzado un poder tan grande, que supera el de cualquiera de los Estados democráticos y solo tiene un parangón con grandes imperios autoritarios como China o Rusia.

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Las multinacionales tecnológicas se han apropiado de los contenidos escritos y audiovisuales fabricados por periodistas, escritores y autores que han visto disminuidos sus ingresos ante la difusión gratuita de unas producciones que hasta hace poco tenían precio de venta al público. También han sustraído a las empresas periodísticas los ingresos publicitarios que garantizaban, junto a la venta de ejemplares, la rentabilidad y la independencia. Finalmente, aprovechando la globalización financiera y la inexistencia de una unión fiscal europea, han minimizado su pago de impuestos hasta límites insoportables.

Al final, es la propia democracia la que resulta erosionada, cuando dichas empresas venden los datos de sus clientes a quienes se dedican al micromarketing digital, aplicado especialmente a los procesos electorales. Este es el caso de Cambridge Analytica, fundada por el ideólogo de la extrema derecha populista Steve Bannon sobre la base de 50 millones de perfiles personales de Facebook, que en palabras de Alexander Nix, su presidente ahora destituido, sirvieron para cocinar la salsa secreta que dio la victoria a Trump.

No eran solo los rusos. Ni las noticias falsas o fake news, difundidas por los bots por las redes sociales. Era el Big Data, la Minería de Datos o la Datafication, es decir, el tratamiento algorítmico de los datos obtenidos por las redes sociales para la personalización máxima de la campaña electoral. Adquirió envergadura de problema para las libertades públicas hace cinco años, cuando Edward Snowden descubrió el espionaje masivo de la NSA (Agencia Nacional de Seguridad), pero ahora ya afecta a los sistemas electorales. Dos sentencias de la modernidad tecnológica, normalmente desatendidas, han quedado brutalmente confirmadas: sin periodismo, no hay democracia; y de un servicio gratuito solo se desprende que el cliente es la mercancía.

La colusión no era solo entre Trump y Putin. A la vista de la victoria de Hillary Clinton en votos y de la concentración del voto a Trump en Estados decisivos para obtener la mayoría de delegados, no hay muchas dudas respecto a la perforación de la democracia estadounidense practicada por un grupo de magnates y gurús de extrema derecha con la complicidad de una gran tecnológica.

Se reconoce en todo este escándalo una nueva y temible forma de poder. Es el sharp power o poder afilado o incisivo, concepto acuñado por los politólogos Christopher Walker y Jessica Ludwig. Pensaban en las perforaciones rusas y chinas de las democracias occidentales, pero también se aplica, tal como demuestra el caso de Cambridge Analytica, a las multinacionales tecnológicas que escapan al cumplimiento de la legalidad y al control democrático de parlamentos y gobiernos.

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Fuente: El País