Hace unas semanas el Tribunal Constitucional (TC) declaró nulo el despido de un trabajador por quejarse de su empresa. Era un enfermero de un centro de día municipal que había acudido a su Ayuntamiento para trasladar problemas como la escasez de material o la falta de preparación del personal. Lo hizo después de que, previamente, sus jefes hicieran oídos sordos a sus protestas. La reacción de la compañía fue, en primer lugar, amonestarlo por “deslealtad” y, un mes después, despedirle por “disminución de su rendimiento y desobediencia a sus superiores”. La sentencia, sin embargo, obliga a su readmisión y recuerda que quejarse entra dentro de la libertad de expresión del empleado.

¿Quiere decir esto que hay barra libre para criticar a la empresa? Ni mucho menos. En litigios como el descrito, entran en conflicto dos principios jurídicamente protegidos: el derecho del trabajador a expresarse y los deberes de buena fe y lealtad entre el empresario y la plantilla. Cuál prevalece no es una decisión que pueda adoptarse a priori, sino que los jueces lo establecen dependiendo de las circunstancias de cada caso.

No obstante, y como apuntan los abogados laboralistas, hay una realidad que no puede obviarse. En el entorno del trabajo, es difícil hablar de un auténtico derecho a opinar en la medida en que muchos tienen miedo a represalias o a ser calificados como empleados conflictivos. En este sentido, Tomás Gómez, socio del bufete Abdón Pedrajas, remarca que en las empresas existe un “alto grado de corporativismo” y “no gusta” que se critique su gestión, especialmente si se denuncian incumplimientos laborales (como no pagar las horas extra) que pueden conllevar elevadas sanciones de la Inspección de Trabajo.

Con la ley en la mano, David Tobía, socio director de Sagardoy Abogados en Cataluña, explica que cualquiera puede exponer sus quejas “dentro de la compañía” porque “nunca podrá ser sancionado por ejercer sus derechos”. Cuestión distinta es confundir la libertad de opinión “con el derecho al insulto o a utilizar expresiones vejatorias”. La novedad que, a su juicio, introduce la sentencia del Constitucional es que ampara a los trabajadores también si formulan sus reivindicaciones fuera de la organización. Es decir, que “no existe una obligación de lealtad que obligue a la plantilla a quejarse solo al empresario, sino que puede hacerlo en otro entorno”.

Lo que no está protegido es que el empleado pretenda deliberadamente hacer daño a la empresa con sus manifestaciones. En 2003, el TC denegó el amparo a un trabajador de una fábrica de explosivos despedido después denunciar en una entrevista las negligencias que en ella se cometían. Según la sentencia, las declaraciones, que se produjeron después de ser degradado, únicamente buscaban el “menoscabo de la imagen pública” de la compañía. Si lo que pretendía era subsanar las deficiencias, apuntaron los magistrados, no era necesario que la información difundida alcanzase tal “trascendencia y notoriedad” y, además, existían otros canales mejores donde comunicarlo que en los medios.

Un criterio similar siguió el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Cataluña cuando, en 2017, respaldó el cese de una trabajadora de una residencia de ancianos después de que difundiera, en la cuenta de Facebook de su sindicato, que en el centro no se trataba bien a los mayores. La sala afirmó que la recurrente había “comprometido la imagen y el crédito” de la empresa con un claro ánimo de injuriar.

A favor del trabajador resolvió, en cambio, el TSJ de Baleares cuando declaró improcedente el despido de un hombre que había enviado una carta al director de su grupo hotelero para denunciar que había sido sancionado dos veces de forma injusta por sus jefes directos. El tribunal valoró positivamente que el actor no difundiera su queja más allá del círculo empresarial y apreció que la redacción de la misiva no tenía “ánimo injurioso” ni empleaba expresiones insultantes.

Redes sociales

Internet y las redes sociales han disparado los conflictos que tienen que ver con la libre expresión de los trabajadores. Y es que, en muchas ocasiones, sorprende la sensación de impunidad con la que muchas personas actúan en el mundo digital, emitiendo comentarios que nunca se atreverían a decir en persona a su jefe o a un compañero.

Ejemplo de ello fue el caso de un profesor de secundaria de Madrid que creó un blog en el que vertía ácidas críticas sobre el funcionamiento del centro escolar y se refería a padres, alumnos y colegas con expresiones faltonas. El centro lo despidió y él impugnó la decisión. La sentencia del TSJ madrileño, de 2013, rechazó que la página web fuera “una obra de ficción”, como alegó el demandante, y apuntó que en ella se excedía “por mucho” en su libertad de expresión. En una entrada, por ejemplo, calificó a otra profesora de “bruja”. Y en otra se preguntó por qué sus alumnos “son una panda de maleducados, charlatanes y plastas”, a lo que se respondió: “Porque sus madres son exactamente así”.

Finalmente, los empleados tampoco podrán ampararse en su libertad de expresión si difunden fake news sobre su compañía. Un piloto, tras ser destituido como comandante, se hizo eco en la Red de varios comentarios que acusaban a su aerolínea de incumplimientos en materia de seguridad. Tras rescindir su contrato, el TSJ de Madrid dio la razón a la empresa y reprochó al piloto que no hubiera realizado una “comprobación razonable” de la fuente de la información.

Fuente: El País