El próximo uno de enero de enero el euro cumplirá 20 años. Es un periodo suficiente para hacer balance o, al menos, destacar cuáles habrían de ser las apoyaturas mínimas necesarias para sortear riesgos similares a los que ha enfrentado en su segunda década de existencia. Porque es un hecho que en los diez últimos años ha sido cuando la eurozona y el Banco Central Europeo (BCE), nacido seis meses antes que la moneda única, han enfrentado su más severa crisis existencial. Todavía hoy no dispone del apoyo entre políticos y ciudadanos que presidió su nacimiento y la plácida primera década de su andadura.

El principal indicador, aunque no el único, que debería servir de referencia para evaluar el desempeño de la unión monetaria es la generación de ganancias de bienestar, de aumentos en el PIB por habitante, para los países que sustituyeron su moneda por el euro. El análisis de su evolución y contraste con los que no adoptaron la moneda única es tributario, en primer lugar, de la particular severidad con que se manifestó la crisis financiera de 2008 en la eurozona. Pero también es la consecuencia de las políticas económicas adoptadas para neutralizar esa crisis: de la orientación errónea de las basadas en la austeridad presupuestaria a ultranza y de la demora en la aplicación de las correctas decisiones de política monetaria que finalmente adoptó el BCE. El hecho es que una amplia mayoría de ciudadanos de la eurozona sufrió más pérdidas de bienestar que los de Estados Unidos, donde se localizó el epicentro de la convulsión financiera.

Las secuelas que esa crisis ha dejado son importantes, especialmente en las economías periféricas. Desde luego un desempleo todavía elevado, una inhibición de la inversión pública y privada, un deterioro de la educación, una productividad erosionada y, en definitiva, un menor crecimiento potencial del conjunto del área. Las posibilidades para reducir la regresiva distribución de la renta que la crisis acentuó se verán limitadas por ese menor crecimiento. Y, con ello, el distanciamiento de los ciudadanos de ese empeño racional, pero hoy seriamente cuestionado, por mantener una moneda común entre economías que comparten intercambios y aspiraciones integradoras.

Con la información hoy disponible, las probabilidades de rápida restauración de esos daños no son precisamente muy favorables. Los datos más recientes de la totalidad de las economías del área, incluidos los de expectativas empresariales, apuntan a una desaceleración algo más intensa que la del conjunto de la Unión Europea (UE) y de las economías avanzadas en el próximo año. La retirada ya anunciada de los estímulos monetarios excepcionales que salvaron al área de males peores tampoco facilitará la consecución de ritmos de crecimiento suficientes que favorezcan la estabilidad social y la renovación de apoyos al proyecto integrador.

Pero la insuficiencia de resultados favorables también tiene que ver con las dificultades políticas para completar la estructura institucional de la unión monetaria. Ha sido la crisis la que ha permitido apuntalar solo parcialmente una arquitectura apenas insinuada cuando se introdujo el euro. El propio BCE se ha visto obligado a llevar a cabo actuaciones no previstas en su constitución que han llegado a cuestionar la impecable independencia con la que nació, su marcado distanciamiento de la política fiscal, como en aquellos años ochenta dictaban los cánones del monetarismo en vigor, centrados en la estabilidad de precios como único objetivo. El BCE no solo tuvo que adoptar medidas de emergencia similares a las que llevaron a cabo mucho antes sus colegas la Reserva Federal estadounidense y el Banco de Inglaterra, sino que asumió un papel central en la Unión Bancaria, creada deprisa y corriendo en julio de 2012.

Con la urgencia con que las situaciones límites suelen marcar la agenda europea, en pleno bucle diabólico (recesión, crisis bancaria, crisis de la deuda pública), que afectaba a las economías periféricas, se definieron los cuatro pilares de la Unión Bancaria. Pero todavía sigue pendiente la disposición de un sistema común de garantía de depósitos. Ha sido solo hace unos días cuando el Consejo Europeo ha impulsado la creación de un soporte financiero para el fondo destinado a la resolución de crisis bancarias. También han quedado aplazadas las reformas del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) en la dirección de que vaya asumiendo las funciones propias de un tesoro europeo.

La aceptación de un presupuesto específico para la zona euro, lo que podría considerarse un primer paso en la necesaria integración fiscal, forma parte igualmente de ese gradualismo integrador ahora acordado, aunque con funciones menos amplias que las inicialmente previstas, especialmente en su función estabilizadora en situaciones recesivas. La resistencia a una mayor integración de los países agrupados en la denominada Nueva Liga Hanseática (Holanda, las economías nórdicas, las bálticas y la propia Alemania) es expresiva de la división existente en el seno del área monetaria y del escaso respaldo a la misma de los que están fuera.

La ralentización para completar esa arquitectura institucional afecta igualmente a la Unión de los Mercados de Capitales, hoy tanto más necesaria cuanto más cercano está el desenlace del divorcio con Reino Unido. Las intenciones del plan de acción que debería concretar ese proyecto destinado a diversificar las fuentes de financiación de las pequeñas y medianas empresas, a reducir el grado de bancarización de la unión, son tan razonables como incomprensibles las demoras en su materialización.

Otro de los indicadores que podría integrar ese balance de la moneda única es el escaso avance del euro como moneda vehicular y de reserva en la escena global. Su distancia respecto al dólar estadounidense apenas se ha reducido en estos años. Hará bien la Comisión en concretar rápidamente esos planes recientes destinados a dotar de una mayor proyección internacional al euro, tal como anunció solemnemente el presidente Juncker el pasado 12 de septiembre.

Ese balance, propio de una unión monetaria incompleta, generador también de desafección en algunos ciudadanos europeos, no invalida la necesidad de un proyecto tal. Sin necesidad de asumir a pie juntillas aquella presunción que hiciera en 1950 Jacques Rueff: “Europa se hará por la moneda o no se hará”, fortalecer la unión monetaria es una condición necesaria para hacerlo con el papel de Europa en un entorno global hoy mucho más adverso y más necesitado de integración regional que el existente a finales del siglo pasado.

La particularización de ese balance en nuestra economía tampoco deja lugar a dudas, en mi opinión. España ha sido uno de los países beneficiados por el proyecto. En estos veinte años se han registrado avances en el PIB por habitante y también en la convergencia real con las economías centrales del área monetaria. Que la crisis haya supuesto un serio tropiezo en esa senda de acercamiento a las economías más avanzadas no invalida la conveniencia para las empresas y familias españolas de la integración monetaria de Europa. Tampoco para las administraciones públicas, educadas a partir de la preparación del examen de acceso de mayo de 1998, para respetar las exigencias de convergencia nominal como precondiciones del necesario progreso y de su justa distribución entre los ciudadanos. Para que, como señalaba Draghi hace unos días, todos puedan participar de los beneficios de la moneda común. Su virtualidad precisa hoy de más acción política que la que llevó a su lanzamiento hace veinte años.

Fuente: El País