Durante el ejercicio 2019 el mercado laboral español no ha mejorado un ápice. Ni era de esperar, porque la campanuda reforma laboral de Mariano Rajoy, incólume hasta hoy y resistente al cambio político de la breve legislatura anterior, ha seguido generando precariedad con la misma regularidad con que las plantas producen clorofila. De hecho, a grandes rasgos la calidad en el empleo ha ido a peor. Por ejemplo, ha disminuido el número de contratos indefinidos 1,333 millones el año pasado frente a los 1,446 millones de 2018. La joya de la reforma Rajoy, tan celebrada por los ideólogos de la CEOE con su presidente Antonio Garamendi al frente, es el Contrato Temporal a Tiempo Parcial. Hubo de estos 7,165 millones el año que acaba de terminar, 133.485 más que en 2018. Los contratos indefinidos, como era de suponer, están en retroceso y no pasarán mucho tiempo, si la reforma Rajoy no se rectifica, que se extingan: hubo 1,323 millones en 2019, 123.000 menos que el año anterior.

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En muchos aspectos, en casi todos los que importan para el bienestar de los asalariados, el modelo laboral cristalizado por la reforma Rajoy (esa fue la auténtica Contrarreforma) es absurdo o ridículo o ambas cosas. A los pensadores de la prédica neoliberal no parece extrañarles que España tenga la tasa de temporalidad más alta de la UE28; concretamente el doble, el 26,8% aquí frente al 13,8% en Europa. A efectos de temporalidad, España podría ser considerado un país emergente. Tampoco les molesta que para reducir el número de parados en una sola persona sean necesarios 560 contratos iniciales. ¿En que universo de locos es posible que 1,34 millones de empresas que dan empleo a 14,207 millones de trabajadores, registren en un año 21,676 contratos iniciales? ¿A nadie le preocupa la desmedida rotación laboral del sistema?

Pues bien, esta es la estructura laboral que las organizaciones empresariales, los teóricos del laissez faire cañí y los partidos políticos apoltronados en la letanía “hay que crear empleo”, como si todos los empleos fuesen iguales, se niegan a desmontar. La fabricación de empleos precarios es una industria nacional floreciente; y como suele cruzarse con salarios irrisorios, porque esa es la lógica del sistema construido para «tiempos de crisis» que ahora se quiere convertir en permanente, pues miel sobre hojuelas.

El problema no es que subir el salario mínimo (SMI) destruya empleo poco cualificado, sino que la excesiva atomización empresarial española y su escasa afición (en general) por mejorar la productividad del capital y de los recursos humanos obligan a que las microcompañías solo puedan vivir si pagan salarios míseros e impuestos misérrimos. Si en vez de gimotear por las esquinas contra la rectificación de la reforma Rajoy, las patronales se dedicaran a mejorar la productividad y la competitividad de sus empresas afiliadas, quizá el empleo en España sería de mejor calidad y las retribuciones garantizarían una vida decente a los salariados.

Fuente: El País