Al menos desde 2015 ha sido evidente que la economía española necesita una reforma fiscal. Es una de las tres grandes reformas pendientes, junto con la de las pensiones (que va para largo) y la del mercado de la vivienda, que corre el riesgo de perderse en parches municipales para remendar los daños causados por la presión turística. La lógica que lleva a una reforma fiscal parte de las siguientes premisas: el Estado tiene que aumentar la recaudación para cumplir con los compromisos de déficit y liquidar un periodo de austeridad sin beneficios brillantes, pero con un gran coste en sanidad, educación e inversión pública. En términos de recaudación, España está muy lejos de la media de la Unión Europea (concretamente a 77.000 millones de distancia); el Gobierno, éste o el próximo, tiene que explicar para qué quiere el dinero obtenido por las subidas fiscales; luego es necesario subir la recaudación, por necesidad y porque hay margen para hacerlo. El tercer punto que cierra la argumentación es que la política de aumentar la recaudación no puede ser un conjunto de decisiones inorgánicas. Tiene que encuadrarse en una reforma integral; o, como se dice ahora, global.

Lo lógico es determinar de entrada si se quiere privilegiar la tributación directa o la indirecta. Dado que los gobiernos del PP han bajado los impuestos directos sin ton ni son, simplemente para granjearse el voto, parecería oportuno apretar las clavijas de la imposición directa. ¿Donde? Pues en el impuesto sobre la renta, en los tramos superiores a 130.000 euros, como pretende el Gobierno. ¿Y cual es la clave de lo que puede hacerse en renta? Pues que la subida sea ajustada y paulatina, con el pulso suficiente para que no perjudique el ahorro.

La pieza básica de una hipotética reforma fiscal, mediante una ley y con debate público, es el ajuste del impuesto de sociedades. En síntesis, se trata de revisar la rentabilidad de todas las desgravaciones y deducciones que tiene el impuesto y que, según algunos cálculos, concede a las empresas la posibilidad de reducir su base imponible en torno a los 32.000 millones para el futuro. Forma parte de la negociación política de una reforma fiscal averiguar por qué ha caído la recaudación de sociedades, desde 44.000 millones en 2008 hasta los 23.000 millones en 2017 cuando la recuperación de los beneficios de las empresas era un hecho ya desde 2015. Si esa recuperación es mera fachada, dígase; si las empresas tienen un valor en el mercado por debajo de su cotización en libros, explíquese. Pero es evidente que una reforma fiscal que se precie, es decir, que se fundamente en la imposición directa, tiene que actuar sobre renta, sociedades, patrimonio y sucesiones.

La gran cuenta pendiente hay que echarla sobre el fraude fiscal. Por razones conocidas, pero que los gobiernos parece que tienen dificultades para explicar, la gestión de la lucha contra el fraude en España presenta graves deficiencias e incluso podría decirse que existe una manipulación entre las proyecciones y los resultados. Una reforma fiscal cuyo objetivo sea dotar de recursos tributarios estables al Estado tiene que contar con un aumento de los recursos humanos disponibles en la persecución del fraude, desde personal de inspección hasta técnicos informáticos. No solo de subir impuestos o de reestructurarlos vive la reforma fiscal; también se alimenta de infundir confianza a los contribuyentes. La mejor forma de hacerlo es prohibir por ley las amnistías fiscales (aunque se escondan detrás del término “regularización” y reducir sin descanso el dinero oculto.

Fuente: El País