A la vista del tiempo que lleva y de los desarrollos alcanzados, la evolución ha mantenido una estrategia eficaz, basada en la insistencia y en la diversidad, ante la incertidumbre del entorno. Generar sin cesar, por tanto, formas diferentes, de manera que haya siempre una respuesta oportuna al capricho del entorno, a la vez que se extinguen aquellas inadecuadas para las circunstancias de ese momento.

Ha funcionado miles de millones de años, pero recientemente en la evolución ha aparecido otra estrategia de supervivencia. Y es que la vida adquiera la capacidad ya no solo de estallar y expandirse, como fuegos de artificio, en incontables formas diferentes para que algunas de ellas prendan, sino de imaginar escenarios posibles. La vida tiene a partir de entonces la potencia para suponer que el mundo incierto se va a manifestar de una determinada manera y, entonces, comenzar a actuar a partir de ese posible.

A esa vida tan previsora, visionaria, llamamos vida inteligente. Naturalmente que no se ha creado de la noche a la mañana, sino que se ha ido amasando desde los primeros cordados, durante millones de años, hasta alcanzar la masa densa e intrincada del cerebro humano. 

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Y en esa masa neuronal se encuentra el fundamento de una eficaz resistencia de la vida: la memoria. Resistir para persistir. Que aquello que sucede por la incertidumbre del entorno deje impronta, y no desaparezca una vez sucedido. De esa manera se va a alcanzar la capacidad de reconocer el mundo y ante un nuevo e incierto suceso poder decir ya lo he visto, pues está registrado en la memoria otro anterior que se asemeja al nuevo. Así que cuanto más abstracto sea el recuerdo, más variedad de sucesos singulares podrá encajar en el patrón que guarde la memoria y responder en consecuencia, es decir, por experiencia.

Pero la memoria no es solo un fichero de registros, sino una caja de piezas combinables. De manera que lo que retiene la memoria se puede combinar y recombinar ilimitadamente, como piezas de Lego. La memoria no sirve solo para reconocer, sino para recrear. En ella se fundamenta la imaginación. Cuanto más piezas (experiencia), y más abiertas (inteligencia), es decir, con más posibilidades de combinación, más composiciones posibles (imaginación) se pueden realizar. 

Y este es el gran potencial evolutivo que se ha alcanzado en nosotros. Imaginar a partir de lo que tenemos, recombinándolo, escenarios futuros. No son predicciones, sino previsiones. Son virtuales, pero motivadores. Mueven a actuar en esa dirección, pero sin dejar de rectificar continuamente lo previsto. De ahí que la incertidumbre ya no solo radique en aquello que pueda llegar del entorno (porvenir), sino en la que pueda provocar el conflicto por el choque de nuestras pretensiones y lo incontrolable, aquello que queda fuera de nuestro alcance previsor. Pero esta actitud activa, tan dinámica, dialéctica, es como ponerle timón a la nave.  

Es cierto que imaginar es arriesgado, no porque se tema errar, sino porque supone atreverse a desmontar lo que ha compuesto la memoria de lo vivido

Ese timón lo necesitamos para salir de la zozobra del presente. Ante la confusión que genera la aceleración tecnológica, la inseguridad al sentir que las referencias hasta ahora estables y consolidadas se desencajan por causa de tal aceleración, la reacción está en encender a su máxima potencia el motor de la imaginación, que nos saque del torbellino vertiginoso en el que hemos entrado. 

Es cierto que imaginar es arriesgado, no porque se tema errar, pues está claro que imaginar escenarios posibles es prever, no predecir, que queda para los profetas, sino porque supone atreverse a desmontar lo que ha compuesto la memoria de lo vivido (¡con el trabajo que ha costado!) y recombinar sus piezas de otra forma, para otro escenario. A esa necesidad de desmontar es a lo que nos resistimos, y por eso tendemos, para proyectar los escenarios futuros, a mantener los modelos que ya tenemos. Alivia la tensión, pero aboca al extravío, pues negamos que el mundo va por otro camino.  

Creo que debemos aprovechar en este momento capital la capacidad que la evolución nos ha proporcionado para imaginar escenarios posibles, contrastarlos sin cesar y también con la flexibilidad suficiente para corregirlos a medida que el escenario virtual va tomando visos de real.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

Fuente: El País