Las elecciones del domingo en Rusia han confirmado la victoria de Vladímir Putin con un 76% de los votos. El antiguo miembro del KGB, que asumió por primera vez la presidencia en el año 2000, permanecerá en el poder hasta 2024. Desde Stalin, ningún líder había dominado el Kremlin durante tanto.

Putin podrá controlar el país durante el primer cuarto del siglo XXI. Pero su aparente fortaleza oculta una eliminación sistemática de sus rivales electorales, una fragilidad económica sin precedentes desde la caída de la URSS y un aislamiento internacional difícilmente sostenible.

Este lunes, menos de 24 horas después de la aplastante victoria electoral de Putin, los ministros de Asuntos Exteriores de la UE emitían una declaración conjunta dirigida hacia Moscú. Pero no se trataba de una felicitación al reelegido presidente.

«La UE está en shock por la utilización en su territorio, por primera vez en 70 años, de un gas nervioso de carácter militar desarrollado por Rusia», señala un comunicado que recoge una «fuerte condena» por el ataque cometido en Reino Unido contra dos ciudadanos rusos (Serguei Skripal y su hija Yulia).

Rusia ha negado su participación en ese ataque químico y pide pruebas a Londres que demuestren su acusación. Pero la credibilidad internacional del Kremlin se encuentra en cotas tan bajas que sus desmentidos son ignorados como si procedieran de un Estado paria. El prestigio y la capacidad de influencia de la Rusia de Putin se asemejan más a los de Corea del Norte que a la de un país que llegó a pertenecer al G-8.

«Más allá de la imagen de vencedor que ahora transmite, Putin sabe mejor que nadie que Rusia tiene hoy los pies de barro«, apuntaba al día siguiente de las elecciones Jesús Núñez, analista del instituto de estudios Elcano.

Los datos económicos y demográficos corroboran la fragilidad de un país que durante gran parte del siglo XX compitió con EE UU por el dominio de un mundo bipolar. Un cuarto de siglo después del hundimiento de la Unión Soviética, el PIB de Rusia es prácticamente igual que el de España (en torno a 1,1 billones de euros). Y el PIB per cápita ruso (8.000 euros) queda muy lejos del español (25.000 euros) e incluso del de un país como Polonia (12.100 euros), que salió de la esfera de influencia soviética y se incorporó en 2004 a la UE.

El declive económico de Rusia ha ido acompañado por un descenso de la población, que pasó de 120 a millones de habitantes en 1960 a casi 150 millones en 1991, para caer a poco más de 140 millones en la actualidad.

Tras el hundimiento de la URSS y la debacle económica bajo el presidente Boris Yeltsin, Putin logró estabilizar la situación y ha devuelto la tranquilidad y hasta el orgullo a una parte de la población rusa. «Putin no es un presidente más sino el auténtico fundador del Estado ruso postsoviético», subrayan Ivan Krastev y Glev Pavlovsky en un reciente estudio para el European Council on Foreign Relations.

El presidente ruso, sin embargo, no ha logrado en sus 18 años al frente del país convertir a Rusia en la potencia que sueña o aparenta ser. La geografía le ha jugado una mala pasada porque su área de influencia se ha reducido drásticamente entre la UE y China y su dependencia económica de sus teóricos rivales es considerable.

Europa es su principal socio comercial, pero los flujos no han dejado de reducirse desde 2012, al compás de la caída del precio de los hidrocarburos (gas y petróleo), la única exportación importante de Rusia. El volumen de comercio entre Rusia y la UE ha caído un 44% hasta 191.000 millones de euros en 2016, menos que el comercio entre la UE y Suiza en ese mismo ejercicio. Y más inquietante aún para Rusia, su comercio cae también con otras áreas del planeta.

Putin ha intentado contraatacar comercialmente con el impulso de una unión aduanera euroasiática. Pero solo ha logrado incorporar a ese proyecto a Bielorrusia, Kazajistán, Armenia y Kirguistán, mercados claramente insuficientes. El comercio de Rusia con Bielorrusia, su principal socio dentro de esa unión, apenas alcanza los 21.000 millones de euros anuales, un tercio de los flujos con China y la novena parte de los que mantiene con Europa.

Los mandatos de Putin, como presidente y como primer ministro (2008-2012), tampoco han tenido éxito en su intento de recolocar a Rusia en el tablero geográfico de la posguerra fría. Primero intentó un acercamiento a Occidente y hasta se planteó una estrecha relación con la OTAN. Después buscó proteger su área de influencia ante la imparable expansión de la UE (que desde la caída del muro en 1991 se ha tragado 11 de los países del antiguo bloque soviético y la antigua Yugoslavia). La guerra de Georgia, en 2008, marcó el hito más grave de esa confrontación. Y en 2014 llegó la ruptura total cuando Bruselas y Moscú chocaron frontalmente en Ucrania.

El choque se debió, en gran parte, a la osadía o, más bien, la temeridad de la UE. Bruselas intentó colocar en su área de influencia a un país como Ucrania, tan importante para Moscú desde el punto de vista histórico (el nombre de Rusia proviene de la palabra rus, los enclaves de colonización eslava que se estrenaron en Kiev) como estratégico (salida al mar Negro para la flota rusa a través de Sevastopol, en Crimea). Pero con o sin razón, Rusia ha sufrido un gran daño con las sanciones económicas decretadas por la UE y EE UU tras su invasión de Crimea.

Europa parecía dispuesta a pasar discretamente la página de ese enfrentamiento y el actual líder de facto del club, Emmanuel Macron, había amagado ya con visitar Rusia este mismo año. El ataque químico de Londres, sin embargo, puede haber desbaratado los planes de reconciliación. Y Putin empezará su nuevo mandato aún más arrinconado que durante el anterior, tras arrasar en unas elecciones que Occidente (a través de los observadores de la OSCE) ni siquiera considera como tales.

Fuente: El País