Las expresiones Inteligencia Artificial (IA) y Aprendizaje de las Maquinas (Machine Learning, ML) se utilizan indistintamente, aunque en la fase actual de desarrollo tecnológico la segunda es más ajustada a la realidad que la primera. Técnicamente, consiste en el manejo masivo de datos por ordenadores cada vez más potentes que -sin haber sido explícitamente programados para ello- permiten encontrar patrones, o pautas, a partir de los cuales realizar predicciones.

Dicho de forma más intuitiva, lo que hace es muy parecido a lo que podría obtener una legión de estadísticos que contaran con tiempo y recursos ilimitados. La diferencia es que puede hacerlo mucho más rápido, más barato, y de forma mucho más eficiente. Por ejemplo, gracias al ML Amazon tiene ya algoritmos que predicen la demanda de cientos de millones de sus productos con 18 meses de antelación.

El desarrollo de la IA puede verse como una amenaza para los trabajadores, tanto por el riesgo a ser sustituidos por robots, como por el mayor control que da al empresario. Permite obtener todo tipo de información casi al segundo, sin que por ahora haya apenas legislación sobre la forma en que se recoge. Muchos empleados aceptan proporcionar esta información. Pero está claro que todos los trabajadores no tienen las mismas posibilidades de oponerse a según qué controles. Los más vulnerables son los trabajadores temporales en sectores de bajos salarios, como el comercio. En este caso las alternativas son ser tratado como un robot, o sustituido por uno.

La Inteligencia Artificial también tiene ventajas. La primera es, indudablemente, su efecto positivo sobre la productividad. Pero desde la perspectiva del trabajador también las tiene. Por ejemplo, puede evitar el agravio comparativo de quien incumple sistemáticamente en su puesto de trabajo y no lo paga la empresa, sino sus compañeros que cargan con el trabajo y con el mal humor que genera. Puede facilitar que las promociones lleguen a los que de verdad las merecen, incluyendo la selección del personal más adecuado por mérito propio, no por sus amistades. En las entrevistas de trabajo es más fácil que un algoritmo sea más imparcial que un humano siempre que el software esté diseñado correctamente. El algoritmo no se dejará llevar por prejuicios de raza o sexo, a los que seguramente sí somos vulnerables los humanos.

Hasta ahora los principales beneficiarios son las grandes empresas tecnológicas, como Google o Amazon en USA, o Alibaba en China. Pero se está rápidamente expandiendo a otros sectores. Lo que parece bastante claro es que transformará las prácticas tradicionales de la gran mayoría de empresas. El desarrollo actual del ML es similar al de internet en 1995, cuando solo unas pocas empresas disponían de páginas web. Previsiblemente en dos décadas el ML será tan común como las páginas web en la actualidad.

Pero no es solo una carrera entre empresas. También lo es entre países. Especialmente entre EEUU y China. Una parte muy importante de la guerra comercial desatada por Trump tiene que ver con la lucha por el liderazgo tecnológico mundial. En esta carrera hay muchas posibilidades de equivocarse. Esto ya ocurrió en la primera fase de las punto com a finales de los noventa. Los primeros en invertir corren el riesgo de comprar todavía en fase experimental y tirar el dinero. Pero esperar tiene el riesgo de quedarse atrás irremediablemente.

Seguramente su principal interés es reducir los costes –incluyendo el despido o el entrenamiento de los trabajadores menos productivos– antes que plantearse otros objetivos de más largo alcance. Es una reacción bastante miope. Lo que hace falta es crear valor para los clientes ofreciendo algo que les interese. El que haga más fácil la vida de los clientes atraerá más clientes satisfechos, que le proporcionarán una información que hará que su sistema de ML sea todavía más inteligente.

Los principales retos a los que nos enfrentamos son fundamentalmente tres. El primero es el impacto sobre el empleo. El riesgo evidente es que las empresas utilicen el ML para reducir costes, incluyendo el despido de trabajadores. El segundo es cómo proteger la privacidad. Internet hace tiempo que permite seguir la pista digital al minuto. El ML proporciona instrumentos todavía más poderosos para que las empresas monitoricen a sus clientes y empleados. Esto puede estar bien, pero tiene sus riesgos. Por ejemplo, las técnicas de reconocimiento facial permiten detectar hasta la orientación sexual, lo que puede tener consecuencias penosas en según qué manos. El tercer reto es su impacto sobre la competencia. Hay bastante acuerdo en que aumentará el poder de los monopolios, lo que no es bueno porque, entre otras cosas, frena la innovación y perjudica al consumidor.

En estas circunstancias ¿qué se puede hacer? En primer lugar y, en la medida de lo posible, la información debería ser anónima. En segundo, su uso debe ser transparente. Los trabajadores tienen derecho a saber qué tipo de información se está recopilando. Se debería tener especial cuidado en que los algoritmos utilizados para contratar, promocionar y despedir trabajadores no presenten sesgos de ningún tipo. En tercero, la legislación debería permitir que cualquier persona solicite, y obtenga, toda la información que se disponga sobre él. Sea para hacer frente a una demanda de despido improcedente, o para que los potenciales candidatos a un puesto de trabajo puedan demostrar sus conocimientos y habilidades.

Lo que parece claro es que nos adentramos en tiempos más complejos a los que estamos acostumbrados. Estamos viviendo el principio del fin de una forma de hacer las cosas. Empieza otra, y no solo para las empresas. Afecta a todos, y en todos los aspectos de la vida. Es muy probable que la IA tenga consecuencias devastadoras para algunos empleos o personas, pero sin duda traerá también un futuro muy estimulante, esperemos que para la mayoría. Más nos vale, a todos, ser flexibles para adaptarnos a los cambios que se avecinan.

Matilde Mas es Catedrática de Análisis Económico en la Universidad de Valencia y Directora de proyectos internacionales del Ivie.

Fuente: Cinco Días