La marea azul de la semana pasada significa que Donald Trump llegará a las elecciones de 2020 con un solo logro legislativo importante: la gran rebaja de impuestos para las multinacionales y los ricos. Así y todo, se suponía que con esa rebaja se conseguirían muchas cosas. Los republicanos creían que les daría un gran empuje electoral, y anticipaban mejoras económicas decisivas. Sin embargo, todo ha quedado en agua de borrajas.

La rentabilidad política, por supuesto, nunca llegó. Y los resultados económicos han sido decepcionantes. Cierto es que ha habido dos trimestres de crecimiento económico muy rápido, pero esas rachas de crecimiento son bastante normales: en 2014 se produjo una racha sustancialmente mayor y prácticamente nadie se dio cuenta. Y este crecimiento ha estado impulsado en gran medida por el gasto de los consumidores y… sorpresa, el gasto público, que no es lo que prometieron los que rebajaron los impuestos.

Por otra parte, no hay ni rastro del enorme aumento de la inversión que prometían los defensores de esta ley. Las multinacionales han usado los beneficios obtenidos gracias a la rebaja fiscal principalmente para recomprar sus propias acciones y no para crear puestos de trabajo y ampliar su capacidad.

¿Pero por qué han sido tan mínimas las repercusiones de la bajada de impuestos? Dejando a un lado los cambios llenos de fallos técnicos aplicados a los impuestos de las personas físicas, que mantendrán a los contables ocupados durante años, la parte esencial de la ley era una enorme rebaja del impuesto de sociedades. ¿Por qué no ha servido para aumentar la inversión?

La respuesta, diría yo, es que las decisiones empresariales son mucho menos sensibles a los incentivos financieros —incluidos los tipos impositivos– de lo que afirman los conservadores. Y el apreciar esa realidad no solo debilita la defensa de la rebaja de impuestos impulsada por Trump. Debilita la doctrina económica republicana en su conjunto.

Es un sucio secreto del análisis monetario que los cambios en los tipos impositivos afectan principalmente a la economía a través de su impacto en el mercado inmobiliario y en el valor internacional del dólar. Cualquier efecto directo sobre la inversión empresarial es tan pequeño que hasta resulta difícil observarlo en los datos. Lo que impulsa la inversión es más bien la percepción sobre la demanda del mercado.

¿A qué se debe esto? Una de las razones principales es que las inversiones empresariales tienen una vida útil relativamente breve. Si se están planteando pedir una hipoteca para comprarse una casa que les durará muchas décadas, el tipo de interés tiene mucha importancia. Pero si piensa en pedir un préstamo para, pongamos por caso, comprar un ordenador de trabajo que se estropeará o se volverá obsoleto en pocos años, el tipo de interés será una consideración menor al decidir si efectuar o no la compra.

Y la misma lógica es válida para los tipos impositivos: no hay muchas posibles inversiones empresariales que valga la pena hacer con el actual tipo del 21% y que no mereciesen la pena al 35%, el tipo anterior a la rebaja tributaria de Trump.

Es más, una fracción considerable de los beneficios empresariales representa en realidad las recompensas al poder de monopolio, no a la rentabilidad de la inversión; y reducir los impuestos sobre los beneficios que obtiene un monopolio es un puro regalo que no ofrece razones para invertir o contratar.

Ahora bien, los defensores de la rebaja tributaria dieron especial importancia al hecho de que ahora tengamos un nuevo mercado mundial de capitales en el que el dinero fluye hacia donde obtiene el rendimiento más elevado después de impuestos. Y apuntaron a países con impuestos sobre sociedades bajos, como Irlanda, que parecen atraer mucha inversión.

Pero la palabra clave aquí es “parecen”. Las multinacionales tienen un fuerte incentivo para cocinar sus libros —perdón, gestionar su fijación de precios interna— de tal manera que los beneficios declarados aparecen en las jurisdicciones con baja tributación, y esto a su vez conduce sobre el papel a grandes inversiones en el extranjero. Pero estas inversiones son mucho más bajas de lo que parecería a simple vista. Por ejemplo, las enormes cantidades que las multinacionales supuestamente han invertido en Irlanda han tenido como resultado una creación sorprendentemente baja de puestos de trabajo y poquísimos ingresos para los irlandeses, porque la mayor parte de esa enorme inversión en Irlanda no es sino ficción contable.

Ahora ya sabe usted por qué el dinero que las empresas estadounidenses declararon haber repatriado cuando se redujeron los impuestos no se vio en los empleos, los salarios y la inversión: en realidad no se movió nada. Se trató de una simple maniobra contable, prácticamente sin repercusión en nada real. Por eso el resultado de la bajada del impuesto de sociedades es que las sociedades pagan menos impuestos. Punto. Lo que me lleva al problema de la doctrina económica conservadora.

Esa doctrina trata exclusivamente de la supuesta necesidad de dar a los ya privilegiados incentivos para hacer cosas buenas por los demás. Pero esta doctrina sigue fallando en la práctica. La bajada de impuestos de George W. Bush no provocó una expansión; la subida de impuestos de Barack Obama no provocó una depresión.

Y con la bajada de impuestos de Trump, la doctrina ha vuelto a fallar. Por desgracia, es difícil conseguir que los políticos entiendan algo cuando las aportaciones de fondos a su campaña electoral dependen de que no lo entiendan.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía © The New York Times 2018. Traducción de News Clips.

Fuente: El País