Es posible transformar la conducta de los trabajadores sin limitar o prohibir lo que pueden hacer? ¿Podría lograrse un determinado cambio de sensibilidad practicando detalles aparentemente superficiales como, por ejemplo, transmitir mensajes amables, empáticos, sinceros y personalizados por parte de los responsables antes de pedir un esfuerzo a sus respectivos equipos, o sirviendo una bebida caliente justo antes de notificar que hay que repetir la entrega de un producto debiendo incorporar nuevos requisitos?

Las organizaciones se esfuerzan por descubrir herramientas y formas de trabajo que les permitan adaptar la mentalidad de sus profesionales a los cambios que el mercado va imponiendo. Con este fin ya son manidos ciertos denominadores aspiracionales como los de convertirse en empleados ágiles, creativos, innovadores, digitales, resilientes y motivadores de los demás. Elementos comprimidos en metodologías para realizar tareas y dirigir proyectos que pese al atractivo de lo que prometen (una mayor implicación y productividad) no siempre consiguen transformar la mentalidad de quienes son instruidos en ellas y las practican. Hay factores ocultos que suelen oscurecer el éxito que se pretendía.

Décadas de investigación y diálogo entre los campos de la economía y la psicología han facilitado un consenso acerca de que la conducta humana, incluso en las esferas productivas y laborales, se desarrolla por vías irracionales (el inconsciente marcado por Freud se hace evidente e influye en las relaciones sociales y emociones que desplegamos a diario en nuestro trabajo con compañeros y superiores). A este respecto, lo que más nos interesa conocer es que existe la posibilidad de predecir algunos de los sesgos que precipitan nuestra tendencia al error y la inmovilidad de criterios y hábitos, lo que finalmente nos impide aceptar voluntariamente los cambios.

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Por consiguiente, hay estrategias sencillas que se pueden aprender para que la personas que trabajan con nosotros (y uno mismo) tomen decisiones más racionales (entre ellas, la de poner en duda sus creencias y prejuicios con respecto a cómo conciben su propia labor profesional) y que, por tanto, puedan llegar a actuar en coherencia con el nuevo valor o estilo de actuar que se pretenden incorporar a la cultura de la empresa. Entramos así en el territorio de lo que se denomina la filosofía del pequeño “empujón” (o del nudge).

Un “empujón” consiste en una pequeña y sutil intervención para guiar e influir en la decisión de una persona o un grupo sin ejercer la notoriedad de lo que sería su contrario (es decir, sin la necesidad de aplicar normas formales explícitamente restrictivas y obligatorias que imponen la decisión que el sujeto debe tomar). El Premio Nobel de Economía de 2017, Richard Thaler, ha sido uno de los mayores valedores de la utilidad de este tipo de acciones. Desde su perspectiva, tanto los consumidores, los presidentes de gobierno y los consejeros delegados de las empresas, todos son sujetos cuya naturaleza y conducta económica no pueden explicarse tajantemente en base a rígidas teorías abstractas e idealistas, sino que han de codificarse como respuestas sociales en función de ciertas inclinaciones psíquicas (tendentes a dirigirse intuitivamente, y a menudo con exceso de confianza, datos parciales y procrastinando las decisiones más impopulares o contrarias a sus creencias). Las personas somos imperfectas y adolecemos, primero, de una racionalidad limitada (nuestra capacidad cognitiva para resolver problemas complejos es reducida); segundo, de una voluntad que no es férrea (el autocontrol a la hora de decidir lo que nos aporta más utilidad o nos resulta más beneficioso sufre de lagunas, en el sentido de que casi siempre tendemos a valorar bastante el placer inmediato o el beneficio que se logran en el presente en detrimento de ganancias potenciales fijadas en el incierto futuro); y por último, de un egoísmo -aprendido para saber maximizar nuestro propio beneficio- que, por suerte, se halla condicionado por valores culturales.

Debido a toda esta falibilidad y emotividad que nos envuelve, yuxtapuestas al vacío existencial que han dejado las grandes ideologías de antaño y la consiguiente impotencia de las esferas educativa y política a la hora de modificar ciertas estructuras mentales e instituciones fallidas, la recomendación de Thaler pasa por ayudar a las personas impactando en su forma de percibir la realidad a través de microcambios que a la larga puedan propagar una conducta equilibrada y sostenible en materias tan decisivas como el cuidado de la salud, limitar el endeudamiento, el ahorro, evitar el fraude fiscal, disminuir la desigualdad, la protección del clima, el respeto a las creencias religiosas, erradicar el racismo y fortalecer la cuestión de género.

El vector de las intervenciones que prescribe Thaler comienza con saber gestionar estratégicamente el primado psicológico: cuando exponemos a las personas a determinados estímulos, estamos encarrilando cómo podrán ser sus respuestas ante los estímulos posteriores. Si dominamos esta causalidad a la vez que corregimos las limitaciones que cité arriba, el camino estaría medio recorrido.

Entonces, ¿cómo introducir “la cura del nudge” en el éter de una empresa? Comenzaríamos por asociar algún rasgo de la nueva conducta y cultura que se quiere impulsar con una práctica placentera compartida por toda la plantilla. Ese rasgo, en vez de ser de obligado cumplimiento, sería experimentado dentro de un entorno de estímulos que suelen procesarse como cómodos, positivos, justos, etcétera. La repetición de ese rasgo nuevo dentro de un entorno de seguridad es lo que permitiría su acoplamiento dentro de las formas de ser y hacer las cosas de los profesionales, hasta terminar por hacerse un hueco en el imaginario colectivo. El postulado de la economía de la conducta describe que la vida se percibe a través de los cambios (cambios en la renta de la que disponemos, en la salud de la que disfrutamos, y en los roles y tareas que desempeñamos profesionalmente). No obstante, lo que nunca debe despreciarse es la utilidad de entender y dirigir el propósito o fin último de los “empujones”.

Para los lectores que hayan llegado hasta este último párrafo compartiré la siguiente analogía como expresión de lo que concibo como un “empujón” con propósito incorporado: en el estremecedor y deslumbrante filme sobre los atentados de Oslo de 2011, “22 de julio” (dirigida por Peter Greengrass y estrenada en Netflix). La acción comienza en la isla de Utoya (donde tuvo lugar la matanza de casi un centenar de niños y adolescentes a manos de un fanático nacionalista y fundamentalista cristiano). Allí vemos a uno de los jóvenes estudiantes del campamento, en el desarrollo de una práctica de retórica política, defendiendo el modelo de convivencia multicutural en el que ha crecido y colaborado en su localidad natal (logrando la armonía de varías religiones y una decena de nacionalidades). Una de las oyentes le cuestiona el logro, puesto que considera que debió de ser algo relativamente sencillo dado que en su pueblo apenas vivían un millar de personas, ¿cómo se lograría que ese modelo fuera aceptado y adoptado con éxito en toda Noruega, con algo más de 5 millones de habitantes? La respuesta que le dedica, en mi opinión, es un nudge en toda regla: “aunque no será fácil, lo importante es el concepto”; tenerlo y entenderlo.

Fuente: El País