La internacionalización es sin duda uno de los principales motores de desarrollo y progreso para la economía española. Lo es por razones obvias, por su contribución al crecimiento y a la generación de empleo, pero también lo es por lo que supone de apuesta por un modelo basado en el comercio internacional, los mercados abiertos y las instituciones multilaterales. Ahora que ese modelo es cuestionado por algunos, acá y allá, podemos afirmar que la expansión internacional de nuestras empresas es uno de los factores, junto con el turismo, que más ha contribuido a un cambio de mentalidad de la sociedad española, crecientemente integrada en un entorno global.

Desde el punto de vista económico, la internacionalización implica competitividad, porque solo las empresas que son capaces de desarrollar ventajas competitivas pueden salir al exterior con garantías, mientras que la expansión internacional refuerza la capacidad competitiva de esas empresas por lo que supone de experiencia y aprendizaje. El hecho de que la internacionalización sea hoy una apuesta estratégica y no coyuntural para un núcleo significativo de empresas españolas significa por tanto competitividad y modernidad.

Sin embargo, existen retos que debemos afrontar si queremos que ese modelo sea sostenible y siga siendo uno de los motores de nuestro crecimiento y de nuestro progreso, económico y social. Uno de esos retos, quizás no suficientemente analizado, tiene que ver con el título de este artículo. En España quizás ha habido una cierta obsesión por vender más o por atraer más turistas, sin duda importante, pero la ha habido menos por vender mejor, con más diferenciación, margen y valor añadido, aunque eso suponga sacrificar volumen. El quid de la cuestión es si queremos un modelo basado en ventajas comparativas o en ventajas competitivas.

Una cosa es que España sea competitiva en costes y otra pretender competir por costes. Obviamente eso supone estar mucho más expuesto a las presiones competitivas de los países emergentes y es un modelo difícilmente sostenible. Las empresas españolas deben apostar de forma decidida por factores de competitividad (marca, innovación, diseño) que les permitan generar diferenciación y valor añadido, y por tanto rentabilidad y empleo cualificado.

Los países ya no se especializan en distintos productos o servicios, sino en diferentes segmentos de calidad dentro de dichos productos y servicios. Elevar el grado de sofisticación y diferenciación de nuestra oferta, como ya han hecho no pocas empresas españolas, supone pues uno de esos retos. En la economía del conocimiento, el capital intangible juega un papel clave, y de hecho de él se deriva también una parte importante del valor generado en el comercio internacional. Según un reciente estudio de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) sobre las cadenas globales de valor, cerca de un tercio del valor de los productos manufacturados vendidos en todo el mundo es generado por el capital intangible.

El valor añadido se concentra en la mayoría de los sectores en las fases previas (investigación y desarrollo, diseño, branding, logística de compra) y posteriores (marketing, logística de venta, nuevamente la marca y servicio al cliente) a la fabricación; es decir, las protagonizadas por los intangibles.

Pero vender mejor también significa vendernos mejor, poner en valor lo mucho y bueno que hacemos. Porque tan importante como desarrollar las ventajas competitivas antes mencionadas lo es saber contarlo, construir un posicionamiento y un relato que haga que nuestros productos o servicios, y nuestras marcas, sean más valorados. Y eso es también una asignatura en parte pendiente que debemos afrontar colectivamente. Las empresas españolas tienen en general la capacidad y sus productos y servicios la calidad necesaria, pero en términos generales nos falta dar un salto en su percepción, ya que en buena medida existe una distancia entre percepción y realidad. En los principales estudios internacionales de reputación que se dirigen a la opinión pública algunos de los atributos en los que menos se reconoce a España son los que tienen que ver con marcas y empresas reconocidas o con tecnología e innovación.

Y la única forma de acortar esa cierta distancia entre percepción y realidad pasa por la marca y la reputación, pero también por el relato asociado a la misma, por saber contar lo que nos hace diferentes, como empresas o como país. La imagen país de origen debe ser un factor que sume valor a las empresas a la hora de salir al exterior. Para ello, resulta fundamental apoyarse en la imagen de prestigio de las marcas españolas que ya han sido capaces de alcanzar una posición consolidada a nivel internacional, ocupando incluso posiciones de liderazgo en sus respectivos sectores o categorías. Esas marcas representan la punta de lanza de nuestro sector exterior y pueden ejercer de tractoras del conjunto del tejido empresarial español, no solo desde el punto de vista del arrastre de proveedores, sino sobre todo por el efecto de emulación e imagen.

El salto en la percepción internacional de los productos y servicios españoles, que nos permita vender no solo más, sino mejor, pasa necesariamente por apoyarse en esas marcas. Todos los países de referencia cuentan con un núcleo de marcas que actúan como embajadoras de sus productos y servicios y son la base de la competitividad de su economía. Al final, de lo que se trata es de pasar de exportar productos y servicios a internacionalizar marcas.

Ignacio Osborne es Presidente del Foro de Marcas Renombradas Españolas

Fuente: Cinco Días