A estas alturas constatar la erosión de la confianza en el sistema económico no requiere de muchos argumentos. Antes y después de la crisis se han sucedido múltiples evidencias sociales y testimonios institucionales que dan cuenta del alcance de la desafección en muchos países. Desde el distanciamiento creciente de los jóvenes hasta las afirmaciones como las del Financial Times, defendiendo que el capitalismo necesita ser “reseteado”, pasando por las propias declaraciones de responsables de instituciones como el FMI o las manifestadas en el artículo central de este mismo suplemento hace un par de semanas. Pero son las reacciones provenientes del mundo empresarial y de los grandes inversores las que han cuestionado una de las premisas en las que el sistema ha basado su funcionamiento: la maximización de la riqueza de los propietarios como objetivo exclusivo de las empresas por acciones.

El aldabonazo mediático lo dio la organización estadounidense Business Roundtable a finales de agosto con una declaración en la que admiten el desplazamiento de la jerarquía de ese objetivo tradicional, comprometiéndose a compatibilizarlo con la satisfacción de los intereses de los clientes, empleados, proveedores y comunidades en las que actúan las empresas. Esa asociación agrupa a los máximos directivos de las 181 mayores empresas estadounidenses, con más de 15 millones de empleados y siete billones de dólares de facturación anual.

De un plumazo tratan de liquidar la hegemonía mantenida por ese propósito durante más de medio siglo en el capitalismo anglosajón. La publicación en 1962 del libro Capitalismo y Libertad y las numerosas comparecencias de su autor, Milton Friedman, determinaron la sacralización de ese único objetivo que ha orientado la práctica de las grandes empresas, las políticas gubernamentales e incluso los principios de la educación empresarial, en facultades y escuelas de negocios. Las meras alusiones a la responsabilidad social de las empresas eran consideradas por el profesor de Chicago como una distracción de ese propósito esencial que deberían hacer suyo todos los directivos. La batalla ideológica se extendía, por tanto, a las posibles consecuencias de esa separación entre propiedad y control de las grandes corporaciones en que se basaron aproximaciones como las del “capitalismo gerencial”, desconfiando de que los máximos ejecutivos de las empresas lleguen a satisfacer los intereses de los accionistas, manteniendo objetivos específicos. Para evitarlo, se arbitrarían mecanismos de compensación de los directivos estrechamente alineados con la cotización de las acciones de las compañías.

Pero la declaración de la Business Roundtable no carece de antecedentes. El más significativo en esa redefinición de los propósitos de las grandes sociedades por acciones proviene de las entrañas del sistema financiero estadounidense: la gestora BlackRock, con más de 6,3 billones de dólares en activos financieros bajo gestión. Su principal directivo, Larry Fink, envió en enero de 2018 a los ejecutivos de las mayores empresas una carta anunciando su compromiso de prestar especial atención a la estrategia, a la composición de los consejos de administración y a los propósitos de las empresas en las que invierte. Era suficientemente explícito: “Las empresas a lo largo del tiempo han de dar cuenta no solo de su comportamiento financiero, sino demostrar igualmente que contribuyen positivamente a la sociedad. Han de beneficiar a todos los agentes y grupos de interés, incluidos accionistas, empleados, clientes y las comunidades en las que operan”.

Esas manifestaciones no hacen sino validar posiciones de algunos académicos relevantes, quizás menos visibles, pero influyentes en esa necesaria racionalización de los propósitos que han de inspirar al sistema económico, a sus unidades básicas, las empresas. Muchos han centrado sus análisis en el funcionamiento agregado de las economías, de los mercados, como Eric A. Posner y Glen Weyl (Radical Markets), Paul Collier (The future of capitalism), Paul de Grauwe (The limits of the markets) o Jonathan Tepper y Denise Hearn (The Myth of Capitalism), por solo citar algunas de las más recientes contribuciones a esa suerte de revisionismo esencial.

Menos han sido los académicos que se han centrado en el análisis de la empresa. La que se encuentra en la base del funcionamiento del sistema, de la generación de prosperidad, en definitiva, igualmente necesitada del fortalecimiento del intangible más valioso, la reputación, en un mundo de creciente declive de los activos tangibles.

Quizás la más valiosa contribución específicamente enfocada a la empresa es la del profesor Colin Mayer, de la escuela de negocios Saïd de la Universidad de Oxford. Su libro Prosperity. Better Business Makes the Greater Good, publicado más de un año antes de que la Business Roundatble hiciera su declaración, bien puede considerarse un poderoso fundamento analítico para la restauración del sistema. Su relevancia deriva de que habrá de ser en el ámbito de la empresa donde se asuma la necesidad de transformaciones que vayan más allá de las reparaciones puntuales que las disfuncionalidades del sistema han revelado en las últimas décadas.

El punto de partida no podría ser otro que el cuestionamiento de esa “ley de la naturaleza” que era la doctrina Friedman, “la maximización del valor de la riqueza de los accionistas”. En realidad, destaca Mayer, es la semilla de la destrucción de la naturaleza y del propio sistema. La dependencia excesiva de ese único propósito genera comportamientos en sí mismos generadores de consecuencias indeseables, de inestabilidad financiera, entre otros. No puede ser el paradigma de los negocios en este siglo. Se trata, además, de un principio excesivamente ingenuo y apenas válido para favorecer la simplificación de modelos económicos distantes de la realidad y, en todo caso, de la conveniencia para las propias empresas y la salud del sistema económico. Mayer hace una revisión histórica muy útil de las sociedades de responsabilidad limitada, las instituciones centrales del capitalismo moderno.

Asumiendo los fundamentos esenciales del capitalismo, la empresa por acciones es considerada “la creadora de riqueza…un poderoso instrumento para el avance del bienestar de la humanidad”, no solo para la de unos pocos, como los accionistas y altos directivos, a expensas de los demás: empleados, clientes, comunidades y de las futuras generaciones. “No es un vehículo para controlar nuestras vidas en beneficio de una pequeña clase de propietarios privilegiados. Es un organismo que puede promover la cooperación y la colaboración en la realización de propósitos que individualmente no podemos concebir ni lograr con el mismo grado de integridad o credibilidad”. Es en el proceso de la actividad empresarial generadora de otras actividades y resultados favorables a todos los agentes asociados a la misma, incluidas las comunidades en las que actúa, cuando se alanza el propio beneficio. Este es una condición, pero no el fin único de las empresas, que han de asumir un amplio mosaico de propósitos y valores. Y eso puede y debe tener consecuencias sobre el propio gobierno de las empresas.

Aun cuando gran parte de las consideraciones de Mayer tienen a las grandes empresas anglosajonas como principal centro de atención, las europeas tampoco pueden sustraerse a las mismas. Todo ello sin menoscabo de ese otro fundamento en el que ha de asentarse el sistema económico: la libre competencia y la transparencia de los propios mercados. Estos dirán si la empresa funciona bien. Y, si así es, la rentabilidad no tiene por qué resentirse.

@ontiverosemilio acaba de publicar el libro ‘Excesos. Amenazas a la prosperidad global’, (Planeta).

Fuente: El País