Llevamos temores —vividos o legados— aovillados en un rincón en penumbra de nuestro cerebro, que hábiles narradores de historias distópicas, como Charlie Brooker, saben desenredar, tomar cada una de sus fibras, tensarlas, hacerlas vibrar…, y a nosotros estremecer. En los últimos artículos he seleccionado algunos de estos temores tensados en la serie Black Mirror, de Brooker, como una muestra bien expresiva de los miedos con que nos movemos en este tiempo de tránsito.

La realidad aumentada se irá instalando entre los objetos de nuestro mundo físico y se manifestará cuando la invoquemos.

Metalhead, una de las historias de su cuarta temporada, excita el temor —más o menos difuso— a los robots trenzándolo con la fibra del miedo ancestral de que una fiera nos persigue. Y si su forma es la de un cánido, revuelve en nuestra memoria personal la turbadora experiencia infantil de correr perseguidos por un perro. ¿Quién no la ha sufrido? Aquí el robot no es un humanoide, es un animal doméstico agresivo, o un lobo, una jauría dueña de un territorio del que hay que escapar. El temor a que nuestras criaturas nos desplacen.

De Babel al Titanic, del Titanic a las Torres Gemelas. El homo faber arrastra por su historia el malestar, de una u otra manera expresado, y agudizado con la industrialización, de que crea obras que desafían el orden natural al que pertenece, y, para unas creencias, reflejo de un orden divino. Y esa soberbia le lleva a la catástrofe. Pero el ser humano, indiferente al castigo premonitorio, busca ahora ser creador de unas criaturas hechas a su imagen y semejanza. Y no puede evitar el temor de que esas criaturas se vuelvan contra su hacedor.

Pero más allá de esos temores está agazapado otro más perturbador: ¿y si no solo queremos ser como dioses, sino que los estamos creando? La omnipresencia y la omnisciencia son potencias divinas. Los seres superiores están en todas partes y conocen todos nuestros actos. Y en este nuevo mundo virtual, también salido de nuestro cerebro, y levantado con ceros y unos, uno de los fenómenos más inquietantes es el de que la Red es un espacio sin lugares, omnipresente, y un espejo cada vez más nítido de nuestros actos, omnisciente. Sentirse, por tanto, observado por una mirada implacable, para la que no se encuentra refugio. ¿Cómo comportarnos?

Fotograma de ‘San Junípero’.

Los seres superiores, divinos, cuidan de todas las cosas del mundo y no solo a nosotros. Nada sucede sin su control. ¿Internet de las cosas no es una forma de posesión de lo inanimado, grande o pequeño, sofisticado o humilde, por lo virtual digital; de manera que nada se moverá, no cambiará sin su conocimiento y control?

¿En qué cultura los espíritus no habitan entre nosotros, los humanos? La sensación de presencia del mundo virtual en el mundo material. La realidad aumentada se irá instalando entre los objetos de nuestro mundo físico y se manifestará cuando la invoquemos.

La conmovedora historia de Black Mirror, titulada San Junipero, imagina un más allá digital. Las dos protagonistas, ya desahuciadas por la enfermedad, tienen que decidir si salvar la conciencia de su existencia, preservando su memoria en digital, o aceptar la condena de su extinción.

¿Y los avatares? Los espíritus toman cuerpo, se materializan en objetos de este mundo o se encarnan en seres vivos. En el fenómeno, ahora en sus inicios, de la denominada —con poca fortuna, por no expresar la revolución que contiene— impresión 3D, lo virtual tiene lugar, es decir, se hace real para nosotros.

La constatación de que está brotando de nuestro cerebro y su tecnología un mundo virtual, con las potencias propias de las divinidades, no es realmente el motivo de nuestro temor, sino que, por lo que sucede en ese otro mundo virtual —el espiritual—, lo realmente inquietante son los nuevos intermediarios que podrá tener aquí en la tierra.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Fuente: El País