La negociación de los Presupuestos Generales del Estado ha vuelto a restituir la actualización de las pensiones con la inflación para 2018 y 2019 y ha retrasado la entrada en vigor del Factor de Sostenibilidad (FS) hasta 2023. Aunque conviene ser prudentes y esperar a conocer las recomendaciones del Pacto de Toledo, algunos medios y expertos hablan de una derogación en la práctica de la reforma de 2013. Más allá de que se trata en cualquier caso de una decisión legítima en términos políticos, ya que corresponde precisamente a los representantes de la sociedad en el Congreso configurar un pilar tan importante del Estado del bienestar como es el sistema de pensiones y reducir incertidumbres con la aprobación de los presupuestos, creemos que es necesario evaluar y dar a conocer las implicaciones económicas de estas medidas anunciadas en materia de pensiones.

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Como punto de partida, es conveniente tener en cuenta que, de acuerdo con el Índice de Revalorización de las Pensiones (IRP), estas solo podrían aumentar como máximo un 0,25% en 2018 sin la aportación permanente de ingresos adicionales con los que cerrar el déficit existente, que en 2017 supuso más de 18.000 millones de euros. Una cifra que equivale a unos 150 euros de la pensión mensual media de jubilación (1.080,52 euros).

¿Qué coste tienen los acuerdos adoptados? En primer lugar está el coste económico. Por lo que respecta a la revalorización de las pensiones con la inflación, las subidas anunciadas para 2018 suponen casi 1.600 millones de gasto adicional en 2018 y 3.200 en 2019 respecto al escenario de subida con el IRP. A esta cantidad hay que añadir la mejora de las pensiones de viudedad. Por lo tanto, estamos hablando de unos 4.800 millones adicionales de gasto a los dos años. Cuando acumulamos esta cantidad teniendo en cuenta la esperanza de vida de las generaciones que reciben este incremento, el aumento de gasto termina siendo de unos 39.000 millones en términos de valor actual actuarial respecto al escenario de subidas al 0,25%. Aunque en 2018 y 2019 este gasto adicional se pague con más impuestos, tal como se ha anunciado, hacia adelante dificulta la consecución del equilibrio financiero del sistema de pensiones. Las subidas de las pensiones con la inflación consolidan permanentemente un gasto mayor, y suponen un aumento del déficit estructural del sistema de pensiones, trastocando una de las líneas medulares de la reforma de 2013 si no se adoptan otras medidas compensadoras.

Por lo que respecta al retraso en la entrada en vigor del factor de sostenibilidad, conviene recordar que su objetivo es corregir los efectos sobre el gasto en pensiones del aumento tendencial de la esperanza de vida, que implica que las pensiones se cobren durante más años. El sistema actual proporciona pensiones superiores a lo cotizado y el factor de sostenibilidad solo impide que ese desequilibrio aumente todavía más el hecho de que vivamos más. Sus efectos año a año son pequeños, alrededor de medio punto porcentual en las pensiones iniciales de jubilación, e inferiores al crecimiento anual que venimos observando en las mismas.

Como las nuevas pensiones de jubilación suponen un gasto anual de unos 5.700 millones, el ahorro acumulado que se pierde en cuatro años va aumentado de unos 14 millones iniciales hasta unos 352 millones. Pero este crecimiento en el gasto no se detendría en 2023 aunque se introduzca el Factor de Sostenibilidad ese año, porque a las nuevas altas a partir de esa fecha se les aplicaría un FS permanentemente más elevado, en lugar del que correspondería de haberse implantado en 2019. Es decir, todas las nuevas pensiones de jubilación a partir de 2023 serán aproximadamente un 2% mayores por el hecho de aplicar con cuatro años de retraso el FS. Por lo tanto, a largo plazo el gasto en pensiones contributivas de jubilación será un 2% mayor por ese retraso. Como las pensiones de jubilación que son las únicas a las que les afecta el FS representan aproximadamente un 60% del gasto en pensiones, suponiendo que este porcentaje se mantuviera constante (aunque seguramente aumentará) el aumento equivale a un 1,2% más de gasto permanente en pensiones para todas las generaciones a partir de esa fecha.

En definitiva, al mayor gasto por la revalorización por la inflación (2,4%) hay que añadir el ahorro acumulado que se pierde por retrasar el FS equivalente a un 1,2% de mayor gasto a largo plazo. Ambas medidas lastran el ajuste fiscal cuando todavía tenemos un déficit elevado y disminuyen la probabilidad de cumplir el objetivo de déficit. Tenemos un nivel de deuda pública sobre PIB muy elevado, por lo que es necesario aprovechar estos años de crecimiento para recuperar cuanto antes el margen de maniobra de la política fiscal con el que hacer frente a futuras crisis y al reto del envejecimiento.

En segundo lugar, está el coste en términos de reputación y credibilidad en la implementación de las reformas. Una vez que se retrasa la puesta en marcha del Factor de Sostenibilidad se generan dudas de que más adelante vuelva a ocurrir lo mismo, con esta medida o con cualquier otra parecida que pueda anunciarse para el futuro. De igual manera, aunque solo se haya suspendido temporalmente el IRP, volver a aplicarlo en el futuro resultará más difícil, sobre todo teniendo en cuenta algunas de las posiciones existentes en el Pacto de Toledo.

En resumen, sin nuevas medidas compensatorias, las decisiones recientemente adoptadas implican un aumento del déficit estructural del sistema de pensiones y un incremento de la redistribución intergeneracional, que ya es de las más altas de Europa como recientemente ha señalado la Comisión Europea. En estas circunstancias, es fundamental que el Pacto de Toledo refuerce la sostenibilidad del sistema con medidas que permitan que el sistema de pensiones sea más eficiente y equitativo. La transición gradual hacia un sistema público de cuentas individuales o nocionales de reparto, como en Suecia y otros países europeos es la mejor opción. El sistema seguiría siendo público, progresivo y de reparto, pero las pensiones iniciales se calcularían teniendo en cuenta la esperanza de vida y la capacidad del sistema de generar ingresos mediante cotizaciones sociales. Independientemente de las medidas que se propongan, en ningún caso sería necesario ni conveniente derogar el IRP, salvo que se quiera dejar el gasto en pensiones al margen de la restricción presupuestaria y ocultar a la opinión pública sus implicaciones. El IRP es lo suficientemente flexible y neutral como para gestionar con más información y transparencia cualquier reforma del sistema de pensiones.

Enrique Devesa es profesor en la Universidad de Valencia y miembro del Instituto de Investigación Polibienestar; Rafael Doménech pertenece a BBVA Research y es profesor de la Universidad de Valencia; y Robert Meneu es profesor de la Universidad de Valencia.

Fuente: El País