El maestro Luis Garicano nos dio una vez más una lección de primero de economía [artículo publicado en Negocios el pasado 21 de octubre titulado El alquiler y la vivienda, ¿hay que regularlo?]. Hablaba de uno de los temas de actualidad: el alquiler. Ni siquiera está claro que lo considere un problema. Por supuesto respondía con la receta: más mercado, ni se nos ocurra pensar en regular nada, siempre es contraproducente, acusando a quienes propusieran algo en contrario de ignorantes. Siempre es así.

Para argumentar también aquí a favor de la desregulación se remonta a la legislación franquista que el valiente ministro Miguel Boyer se atrevió a derogar. Crea el maniqueo, consabida argucia. Nadie en este momento habla otra vez de la renovación automática de los contratos de alquiler que regía entonces. Han pasado décadas y las cosas han cambiado mucho.

Sí, estamos en un país cuyos residentes, mayoritariamente, habitan en una vivienda de su propiedad. Llegamos a superar el 90%. El alquiler mantuvo su condición de régimen estructural de una proporción significativa de la población hasta los años cincuenta, que se ha mantenido en tantos otros países europeos. Ello, sin embargo, ha sido allí posible mediante otra serie de medidas, complementarias del mercado, que no cabe ignorar. En otros países se ha mantenido una oferta acumulada de vivienda pública o concertada de alquiler con precios contenidos que contrabalanzan el mercado. Seguramente imprescindible, es difícil de conseguir y en menor medida de improvisar.

El alquiler vuelve aquí a cobrar un mayor peso. Se convierte, hoy, en el foco del debate. Para afrontar este nuevo problema, señor Garicano, ¿solo se le ocurre la solución de siempre y genérica: construir más? ¿Piensa que el alza de precios está motivada por la insuficiencia de licencias de construcción que dan los Ayuntamientos? Resulta un poco simple, ¿no le parece? Usted mismo nos da alguna clave: el problema, dice, se suscita (solo) en las grandes ciudades. Se podría decir que nada menos, pero puede ser un comienzo. Significa reconocer que en esta compleja cuestión, la de la vivienda, hay que preguntar, no solo cuánto, sino “dónde”. En el mercado de la vivienda interviene una variable especial que es la localización. Puñetera donde la haya, se resiste a la modelización de la que tanto gustan los econometras. Bien que lo ha intentado el Banco de España, con sus sofisticadas funciones polinómicas, sin resultados útiles.

En el caso de la vivienda, las grandes cuestiones son dónde y para quién. En toda aproximación simplista, supuestamente económica, ambas se obvian. Será el mercado el que las resuelva, que colocará a cada uno, y nunca mejor dicho, en “su sitio”. O quizás los excluya, en efecto colateral. ¿Quién estaba hasta ahora en alquiler? Algunos, los menos, por convicción, habiendo podido adquirir una vivienda. Otros, la mayoría, por necesidad, ante la imposibilidad de comprarla. Entre los primeros están algunos pioneros en reivindicar el atractivo de las áreas centrales degradadas, aun con sus problemas. Cuando la mayoría huía de estas, se alojaron allí hace décadas. Otros muchos se han tenido que sumar recientemente a alquiler, excluidos del mercado de compra con sus bajos y precarios salarios. Se resisten sin embargo a irse a la extrema periferia con mayores gastos de transporte. Se unen para compartir, generan una nueva demanda. Son nuevos fenómenos.

¿Qué está pasando pues hoy en nuestras grandes ciudades? Parece que el alquiler se está disparando. Muchos factores convergen. Ni siquiera lo sabemos a ciencia cierta, a partir de referentes de escaso rigor estadístico, aunque den lugar a altisonantes titulares. El problema se suscita, curiosamente, al resultar que nuestras ciudades, y sobre todo sus áreas centrales, otrora degradadas y de las que las clases medias, y no digamos los ricos, tendían a huir, se han convertido en objeto de deseo. Y ello tanto para residentes como para turistas, que puedan encontrar en viviendas un alojamiento más barato que los hoteles y que se puede hasta valorar como más “auténtico”.

Hay más demanda que una oferta que, en una ciudad consolidada, es por definición acotada. Su potencial aumento será reducido, aun si el correspondiente ayuntamiento, con imaginación y atrevimiento, inventa sistemas, siempre complejos, para conseguirlo. Difícilmente puede hacerlo el mercado por sí solo. Es un fenómeno que no solo afecta a nuestras grandes ciudades, sino que está siendo generalizado en los países occidentales e incluso en EE UU. Como fenómeno que tampoco fue específico de España, nuestras áreas metropolitanas se formaron mediante la expulsión a otros municipios de nuevos hogares generados en la ciudad central. Algunos, con recursos, salían de ella por voluntad propia a ambientes más atractivos, la mayoría lo hacía por exclusión del mercado inmobiliario: no podían pagar una vivienda en la ciudad central. En los años ochenta, suma de los dos fenómenos, el 90% de los hogares generados en Madrid salían de la ciudad. Estaban resignados a salir.

La atracción por la ciudad ha aumentado y la resignación se ha cuestionado. Crece la presión sobre la ciudad, quizás exponencialmente. Ante ello, desde un punto de vista de la política de vivienda, ¿qué hacemos? Sin entrar en las especificidades de este mercado y más allá de su genérica elegía del mercado, Garicano parte de dos premisas y plantea cuatro líneas de acción. De las premisas, la primera solo es fruto del maniqueo que él mismo crea: no seguir insistiendo en la prórroga automática, algo que nadie hace. Segunda, “cualquier solución debe incidir sobre la oferta de vivienda”. Se podría estar de acuerdo, pero en primer lugar planteándose, dónde, qué tipo de oferta y mediante qué soluciones.

Y ahora vamos con las propuestas.

1. La solución no pasa por viviendas de protección oficial. Ese mecanismo de protección puede estar trasnochado. Hay que modernizarlo, de acuerdo. De ahí deducir que hay que suprimir cualquier regulación es pura ideologización.

2. Hay que promover una ley contra la okupación ilegal. Puede ser, si se evalúa su incidencia relativa. Además de la exigua, que se hace por principio, la okupación denota sobre todo demanda (o necesidad, ese viejo concepto) insatisfecha. Además de ilegalizar habría que darle respuesta.

3. Hay que “movilizar las viviendas deshabitadas”. En esto habría amplio consenso. No así con la fórmula. Eximir del IBI es algo difícil. Parece un medio a utilizar contra resultados y no solo por la profesionalidad del arrendatario. Los fondos pueden ser otros, pero los hasta ahora conocidos, los “buitres”, no generan precisamente confianza.

4. Más que una medida, parece una justificación. Los pisos turísticos no tienen incidencia en el aumento de los alquileres. Vaya pretenciosa y arriesgada afirmación, junto a la CNMC, que alentó e insistió en la burbuja. Decir eso en California, mercado maduro para Airbnb, no puede ser argumento para nuestras grandes ciudades en donde emerge el fenómeno.

La solución no es cuantitativa. Ni lo es en general, ni en el caso de los alquileres. Parece que, pensando e innovando, deberíamos plantearnos: ¿Quién tiene derecho a seguir viviendo en la ciudad? ¿Solo los que puedan pagar los alquileres que el mercado les imponga? La expulsión, como hemos señalado, no es ninguna novedad, pero ¿no cabe más que aceptarla resignada o entusiastamente? ¿Incluso de aquellos que llevando años residiendo en alquiler en el centro, y que tanto han contribuido de hecho a su mejora, se vean ahora sorprendidos por una repentina subida sobrevenida? Yo ya me he adelantado a proponer el derecho al lugar, que habría que reconocerles a los inquilinos resistentes. Parece que habría que entrar con más finezza para dar alguna solución “política”, y no solo fruto de aplicar el más puro simplismo económico al problema. Y ello, si se considera este como tal, que de sus manifestaciones cabe dudarlo. Ojalá haya ocasión de seguir debatiéndolo.

Eduardo Leira es arquitecto, MCRP.

Fuente: El País