La sequía es el más prosaico de los acontecimientos económicos y tiene la virtud de pasar cada vez más inadvertido por la declinante conciencia que de tal fenómeno climatológico y de sus consecuencias tienen las sociedades urbanas. Llega sin hacer ruido cíclicamente y desata un sinnúmero de pequeños inconvenientes que con el paso del tiempo se convierten en daños de reparación complicada. Reduce la producción agraria, encarece sus precios y los de la energía, dispara la inflación agregada, recorta los niveles de renta y desencadena un efecto de segunda vuelta inflacionista que termina filtrándose en la formación de precios y costes de otras actividades.

En los últimos 25 años España ha acumulado hasta cinco sequías hidrológicas, con series de varios años consecutivos de falta de precipitaciones que han llevado a registrar niveles mínimos de reservas de agua. No es un país de lluvias abundantes y concentra la mayor extensión de tierra seca del continente europeo. Y pese a disponer de una aceptable red de embalses, la demanda creciente de recursos hídricos la pone a prueba cuando cada cierto tiempo se encadenan largas temporadas de precipitaciones magras.

Si la media histórica de lluvias en el país es de 648 litros por metro cuadrado y año, este ejercicio que termina (los años hidrológicos se computan de primero de octubre a último de septiembre) solo ha contabilizado 529, pero es el cuarto consecutivo con lluvias muy por debajo del umbral medio. Esa persistencia es la que convierte una sequía meteorológica, siempre coyuntural, en sequía hidrológica.

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En este caso es más complicada de solventar porque el consumo de agua avanza sin freno todos los años por el crecimiento demográfico, la expansión inmobiliaria y el riego insaciable de los cultivos, y porque no hay optimismo en las estimaciones de los meteorólogos a medio plazo y, como advertían los curas avisados cuando los agricultores sacaban las tallas de san Isidro en los pueblos para invocar los diluvios locales, “si queréis lo sacamos, pero de llover no está”.

El profesor Fuentes Quintana, a quien el presidente Suárez encargó estabilizar la economía tras la corrosiva crisis provocada por una espectacular subida de la energía en los setenta, admitía siempre que su mejor aliado contra una inflación que superaba con creces el 20% fue una serie de años muy lluviosos en el final de la década, que permitía dar credibilidad a una expectativa bajista del IPC. Ahora no parecen repetirse las circunstancias. Los precios de la cesta alimenticia han empezado a despendolarse, y lo harán con más intensidad en próximos meses; y aunque las tasas de inflación son ahora modestas, bien podrían los alimentos retomar las alzas que hasta ahora han tenido los carburantes, y que empezaban a remitir.

En octubre pasado el índice de precios de los alimentos frescos alcanzó una tasa interanual del 4,9%, un nivel desconocido en los diez últimos años, salvo meses puntuales ya en 2016 y 2017. Las frutas, legumbres y hortalizas frescas registraron subidas en solo un mes del entorno del 10%, y fueron las rúbricas más inflacionistas de las 57 que componen la cesta de compra que controla Estadística para elaborar el IPC. Aunque el peso relativo de los alimentos no elaborados en el IPC no es muy elevado (solo un 7,52%, pero notablemente más alto que el año pasado tras los ajustes de enero), tiene un efecto secundario más lento sobre la alimentación elaborada, que sí pondera bastante más en el índice. En concreto, este año lo hace en un 15,27%, que supone un total del 22,79% con la fresca, casi una cuarta parte de la cesta de la compra de los españoles.

La afloración de la subida en toda la alimentación será más lenta, pero ya está en una tasa del 2,3%. Se trata de menos de la mitad que la alimentación fresca, pero más del doble que la inflación subyacente, la que excluye alimentos frescos y energía, el auténtico núcleo duro de la inflación. Este fenómeno se ha replicado en todos y cada uno de los años en los que la sequía ha castigado a España de manera intensa. Salvo la excepción de 1999, en la que los esfuerzos por entrar en el euro se convirtieron en el mejor instrumento de anclaje de la inflación y sus expectativas, en los otros cuatro ejercicios con sequías muy severas en los últimos 25 años (1995, 2005, 2012 y 2017) los precios de los alimentos frescos han sobrepasado siempre la tasa general. Únicamente en 1995, con rigideces no corregidas en los mercados de bienes y servicios, y con limitados niveles de competencia en distribución comercial, la inflación subyacente era superior y los precios de la alimentación elaborada sobrepasaban a los de carácter fresco.

Pero la sequía prolongada condiciona también los precios de la energía eléctrica en los hogares. Si el frío provocó en febrero una punta de precios en la generación, en octubre se ha repetido por la muy escasa aportación de la generación de origen hidráulico, consecuencia de los niveles paupérrimos de reservas en los embalses. Los niveles de reservas están ahora en el 33%, mínimo de hace muchos años, y muy alejado del 52% de media de los últimos diez ejercicios. Tras cuatro años con lluvias limitadas, la producción eléctrica de naturaleza hidrológica ha sido en las últimas semanas de poco más del 3% (3,4%), mientras que hace un año, por ejemplo, con las reservas más generosas, la producción de este tipo de energía limpia alcanzó el 10,3%.

Esta especie de lluvia fina que la sequía filtra en la formación de precios alimentarios y costes de producción termina trasladándose muy lentamente al resto de los componentes del IPC, que a su vez pueden registrar un efecto de segunda vuelta si las demandas salariales se acoplan a las tasas de inflación, fenómeno que se produce cada vez con menos automatismo pero que siempre está en el catálogo de demandas sindicales. En todo caso, y dado que la falta de lluvias es exclusiva de España, cuando condiciona los precios al alza lo hace doblemente: además de subirlos, deteriora el diferencial con los competidores y cercena la competitividad.

No es fácil, no obstante, que se abra una espiral inflacionista; pero hay que descontar ya un deterioro de las rentas del sector primario por la caída de la oferta, y un recorte adicional en la renta disponible de toda la población por su subida de la factura del supermercado. Un recorte que se trasladará a todas las fuentes de renta, laborales o financieras, por el simple cómputo de un deflactor del consumo mayor de lo previsto. Más alto por el simple efecto silencioso de un fenómeno con elevado predicamento rural y absoluta desatención urbana como es la sequía.

Fuente: El País