Imaginemos que nos encontramos solos en una explanada ilimitada. Ningún objeto próximo o lejano interrumpe la planicie. Aunque en el horizonte se perciben unos oasis indeterminados. La experiencia de acercarse a uno de ellos es distinta a la que tenemos fuera de este escenario onírico, pues nada más echar a caminar al punto elegido llegamos en un par de pasos, por lejos que nos pareciera que se encontraba. Y de igual modo nos alejamos de cualquiera de ellos.

Cada oasis es un mundo distinto: uno de estanterías sosteniendo objetos de cualquier tipo, libros, por ejemplo; otro de puestos callejeros sin mostradores, pues nada separa para alcanzar lo que en cada carpa o tenderete se ofrece; otro es un cine de butacas vacías, sin horarios y con proyecciones interminables; otros son mentideros, corrillos donde encontrarse, solo ahí, con otras personas, igual que sucede al viajero que llega a la posada; y muchos oasis son en realidad miradores desde los que se abren paisajes sorprendentes que revelan que el mundo no es plano…

A pesar de esta inmensa soledad de la llanura, nos sentimos observados. Estamos bajo un cielo raso y sin nada ni nadie a la redonda, y, sin embargo, la impresión creciente es que todo lo que hacemos, por donde nos movemos, está bajo una mirada que no sabemos de dónde procede. Si hubiera una nube o un árbol o un monolito o un rincón, sospecharíamos que desde allí nos vigilan. Pero no.

El convencimiento se reafirma al comprobar que, después de visitar un oasis y de dejarlo, este se nos presenta como si estuviera más cercano, más nítido respecto a otros sin conocer. Y, sin embargo, comprobamos que para todos se cumple esta ley de la explanada por la que, aunque aparezcan difusos, perdidos en el horizonte, no hay distancia que nos separe. Es un incontenible espacio sin distancias. En el que dejamos huella de nuestras acciones y esto produce el espejismo de que lo ya visitado, lo conocido, se presenta desde ese momento más próximo, aunque todo se encuentre sin distancias, porque es un espacio turbador que no tiene lugares.

A pesar de esta inmensa soledad de la llanura, nos sentimos observados. Estamos bajo un cielo raso y sin nada ni nadie a la redonda, y, sin embargo, la impresión creciente es que todo lo que hacemos, por donde nos movemos, está bajo una mirada que no sabemos de dónde procede.

Y al cabo de un tiempo nos invade una mayor inquietud que la que hasta ahora nos producía el desamparo, y es la de agobio. Nos damos cuenta de que la inmensidad de la explanada se va reduciendo a medida que nos movemos por algunos de los oasis, de los incontables que festonean el horizonte original. Pues una vez visitados aparecen más cercanos, y cada vez más próximos a medida que repetimos, hasta reducir el horizonte a una estrecha plaza y desapareciendo, por consiguiente, el inabarcable horizonte de posibilidades.

Una ilimitada llanura sin distancias, con oasis que no tienen lugar, y que al transitar por ella se va estrechando hasta encerrarnos. Hay personas que tienen como pesadilla este escenario onírico por el temor de quedarse cautivas en un mundo digital que, a diferencia de su primera manifestación de horizontes abiertos e inabarcables, se va reduciendo, ya que al ser observadas el espacio se acomoda a sus comportamientos, propósitos, preferencias. Y quedan así envueltas en un entorno a su medida, privándoles de la inmensidad inicial que parecía prometer el escenario.

No obstante, no es un final inevitable: hay caminantes incansables que consiguen mantener la inmensidad de la llanura y no se quedan encerrados y sedentarios en sus repeticiones. Tienen una disposición viajera, exploradora, inconformista, y buscan sin cesar lo nuevo, que no está en ningún lugar, sino en el recorrido por esos horizontes inciertos. Así que entienden que un espacio abierto no lo hace el que sea inabarcable, sino que el viajero sea incansable.

Es el gran reto que tienen los alefitas, los habitantes que habitan el espacio de un mundo en red. Si se hacen sedentarios, conformistas, o conformados por los poderes —propensos a la agorafobia—, si se acomodan a un mundo hecho a su medida por la mirada ilocalizable de los algoritmos, se extinguirán.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Fuente: El País