Es conocido que la función primordial del Banco Central Europeo consiste, a través de su política monetaria, en mantener la estabilidad de los precios en el seno de la Unión Europea. Pero es probable que no lo sea tanto otra función trascendental que cumple desde hace menos de un lustro. Como un paso más encaminado hacia la unión bancaria de la UE, en septiembre de 2013 el Parlamento Europeo aprobó el denominado Mecanismo Único de Supervisión (MUS), que empezó a actuar en noviembre de 2014. Aunque la armonización normativa y la coordinación en la supervisión prudencial eran objetivos fijados por los Estados miembros de la UE desde hacía años, la Gran Recesión que comenzó en 2008 fue un punto de inflexión determinante que aceleró la asunción de funciones ejecutivas en materia de supervisión por parte del BCE.

Con arreglo al MUS, el BCE –sustituyendo a los bancos nacionales de cada uno de los Estados miembros de la Unión en esa labor– pasó a ser el supervisor de las principales entidades financieras de la eurozona. En concreto, de 125 bancos europeos, de los que 12 son españoles.

Como un segundo paso hacia la unión bancaria, se creó igualmente el Mecanismo Único de Resolución (MUR) –cuya actividad comenzó en enero de 2016–, con el fin de que a todas las entidades financieras significativas de la eurozona que atravesaran por graves dificultades -hasta el punto de convertirse en inviables- se les dispensara idéntico tratamiento, encomendando la decisión de resolución una agencia independiente de la UE de nueva creación, la Junta Única de Resolución (JUR). El espíritu que imbuía este novedoso diseño institucional era –evitando lo ocurrido en la crisis financiera que comenzó en 2008–que los contribuyentes no tuvieran que hacer frente a los rescates bancarios –de forma que los accionistas y acreedores fueran quienes asumieran en exclusiva las pérdidas–, evitando así el riesgo moral que provocaba la intuición de que, en última instancia, el Estado ayudaría a las entidades financieras en apuros. Se pretendía también romper el círculo vicioso entre las crisis bancarias y las de deuda soberana.

Lo ocurrido en 2017 con la resolución de Banco Popular por parte de la JUR o, en fechas más recientes, con la intervención por parte del BCE del banco italiano Carige, ha puesto de manifiesto algunas grietas en la arquitectura del MUS/MUR. Quizá la disfunción más grave –constatada de manera especial en el proceso que desembocó en la resolución de Popular–, sea que el nuevo organismo supervisor no sea, a la vez, el prestamista de última instancia de las entidades financieras que supervisa.

La potestad para conceder esa liquidez de urgencia para los bancos en dificultades sigue estando en manos de los bancos centrales nacionales. Por retomar el caso de Banco Popular, debemos recordar que el informe de valoración elaborado por la propia JUR para justificar su decisión indicaba que se trataba de una entidad financiera solvente, pero con agudos problemas de liquidez. Se trata de una asimetría supervisora que, más pronto que tarde, deberá ser corregida.

Es preciso hacer notar igualmente que la directiva de reestructuración y resolución bancaria facultaba al BCE para adoptar las medidas preventivas necesarias que evitaran que las entidades financieras que atravesaran dificultades acabaran abocadas a un procedimiento de resolución. Entre esas facultades, se prevén algunas tan drásticas como la sustitución de los miembros del consejo de administración de los bancos supervisados. La inacción mostrada por el BCE ante el progresivo deterioro de Banco Popular en los meses que precedieron a su resolución contrasta, por ejemplo, con la reciente intervención del banco italiano Carige, el décimo por tamaño del país transalpino. Es perfectamente razonable que, como un elemento decisivo de cara a la progresiva cristalización de la unión bancaria, se convirtiera al BCE en el órgano supervisor de las principales entidades financieras de la eurozona. Cabe esperar que esa supervisión sea más eficaz, pues al estar encomendada a una institución comunitaria quedará al abrigo de potenciales interferencias políticas derivadas de los intereses nacionales coyunturales.

Pero es sabido que, para aquellas instituciones públicas independientes cuyos gestores no son elegidos por medio de sufragio universal, la legitimidad democrática se alcanza no solo de forma indirecta –por medio de las leyes que las crean–, sino también a través de una gestión transparente y sujeta a una efectiva rendición de cuentas. No está de más recordar que en el proceso de resolución de Banco Popular, la JUR y, en menor medida, el BCE, han actuado con una opacidad llamativa.

Esperemos que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea sea verdaderamente consciente de que las reglas del juego de la supervisión bancaria en la euroza han cambiado y que, cuando examine las decisiones adoptadas por el BCE y/o la JUR –o las que, en su caso, debieron haberlo sido, pero no lo fueron–, recuerde que solo el respeto a los principios de rendición de cuentas y de transparencia podrá mantener la confianza de las ciudadanos en este tipo de autoridades comunitarias independientes. El criterio deferente que tradicionalmente ha mostrado el TJUE con el BCE está plenamente justificado ante decisiones de política monetaria (del que es exponente su sentencia de diciembre de 2018 validando el programa de compra de deuda pública puesto en marcha en 2015), pero habrá de modularse cuando se trate de revisar la legalidad de decisiones supervisoras o de resolución. Este es el obligado contrapeso a su deseable independencia y facultades exorbitantes (no en vano a estas autoridades administrativas se les llegó a denominar el cuarto poder como consecuencia de la caracterización contenida en la añeja sentencia del Tribunal Supremo norteamericano que rechazó que F.D. Roosevelt pudiera forzar el cese anticipado de un miembro de la Federal Trade Commission). Porque, como dijera Louis Brandies –uno de los más ilustres magistrados de ese tribunal–, “la luz del sol es el mejor de los desinfectantes”.

Arturo Muñoz Aranguren es Socio de Ramón C. Pelayo Abogados, uno de los despachos que litiga ante el TJUE por la resolución de Banco Popular, y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

Fuente: Cinco Días