Fue el primer cien­tífico de datos que contrató la ONU. Era 2011 y el big data estaba en pañales. Ban Ki Moon le enroló para UN Global Pulse, un laboratorio de ideas que utiliza los algoritmos y las tecnologías emergentes para actuar en contextos de desa­rrollo y crisis humanitarias.

¿Qué vieron en él? Quizás influyera que en 2004, cuan­do todavía no se hablaba de inteligencia artificial (IA), ya había creado un robot capaz de escribir poesía. O quizás lla­mó la atención de la persona indicada cuando en 2010 pasó por la Singularity University, el centro de élite de Google y la NASA en California, convir­tiéndose —por cierto— en el primer español en pisarlo.

La obsesión de este inge­niero de telecomunicaciones y de su equipo es producir solu­ciones que ayuden. Lo ha con­seguido en varias ocasiones.

¿Cómo ha evolucionado tu trabajo en UN Global Pulse?

Cuando empezamos la idea era ver qué señales emitimos las personas a través de los móviles y las redes sociales. Ahora nos centramos en có­mo utilizarlas para mejorar la salud, la seguridad alimenta­ria o la educación.

¿Y cómo lo hacéis?

Si algo hemos aprendido es que la parte complicada de so­lucionar los problemas no es la tecnológica, sino la humana. La clave es entender a quienes van a usar la herramienta que estés preparando. Hay que empaparse del contexto.

La parte más difícil no es la tecnológica, sino la humana. Hay que saber quién va a usar la herramienta que estás preparando”

¿Podrías darnos un ejemplo?

UNICEF acudió a nosotros para mejorar el sistema de reparto de agua en el campo de refugiados de Zaatari, en la frontera entre Jordania y Siria. Ayudamos a digitalizar el sistema para que la flota de camiones, que abastecen a 90.000 personas, supiera a qué puntos tenían que ir a suministrar el agua y recoger luego la sucia. Tras probar la herramienta nos dimos cuen­ta de que los camioneros hacían trampa: panelaban por dentro los depósitos para que pareciese que recogían más agua usada.

¿Qué puede aportar la IA a la gestión de catástrofes naturales?

Mucho. Ayudamos a UNO­SAT a hacer algoritmos para evaluar daños o agilizar el conteo de tiendas en campos de refugiados. En México, junto al BBVA, diseñamos una aplicación para medir el impacto económico de un huracán a partir de los gastos y las retiradas de efectivo realizadas antes, durante y después. Para decidir dónde enviar la asistencia, las tien­das de campaña, etcétera se recurre a los censos. Eso es un problema porque en algu­nos países están muy desac­tualizados. Tras el terremoto de Haití se calculó el número de desplazados detectando las zonas con mayor densi­dad en función de la torre de telefonía a la que se conecta­ban los móviles. Ese proceso se replicó luego en Nepal.

¿Para qué más le puede ser­vir el big data a la ONU?

En Brasil, con ONUSIDA y el gobierno del país, lanzamos un proyecto para monitorizar mensajes homófobos en redes sociales. En Indonesia hicimos lo mismo para combatir los falsos rumores sobre las vacu­nas. En Uganda, donde no hay un uso tan extendido de las redes sociales, hemos creado una herramienta para trans­cribir a los lenguajes locales lo que se dice en la radio pública y monitorizarlo. Es muy útil para detectar catástrofes de baja intensidad, como derrumbamientos, que no se reportan y causan estragos.

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¿Qué política seguís en el uso de datos?

Nuestros proyectos siguen una serie de principios fun­damentales. Los datos están anonimizados y se retienen durante un tiempo determi­nado. De todas formas, lo que habría que hacer es medir el coste de no utilizar la mejor de tus posibles soluciones. Vol­viendo al caso del terremoto de Haití, ¿preferimos saber dónde está la gente o respetar la privacidad de sus móviles?

¿Crees que protegemos los datos como se debería?

Me gustaría que en un futuro mi hija pudiera decidir sobre sus datos: para qué se usan, con quién los comparte y por qué. Falta mucha educación. La gente los cede muy fácilmente. Necesitamos saber qué es un dato, qué es un algoritmo, cómo funciona Internet… Hacen falta cam­pañas como las de tráfico, que han ayudado a que la gente interiorice que alcohol y volante es una mala combi­nación. Debemos aprender a vivir en el mundo digital.

Participas en el grupo de expertos que colabora con el Gobierno para crear un manual de buenas prácticas sobre big data y algoritmos. ¿Cómo debería regularse?

La idea es construir un marco de uso para el contexto espa­ñol, que en mi opinión tiene mucho futuro en la salud, un campo en el que somos refe­rencia. Probablemente haya que regular de forma secto­rial. Mira el caso de la energía nuclear: sus aplicaciones médicas, energéticas y arma­mentísticas tienen distintas normas. Tenemos que poder llegar a codificar nuestros va­lores en aquellas decisiones automáticas o semiautomáti­cas que decidamos que vayan a tomar las máquinas.

Jugar contra la malaria

MalariaSpot es el nombre del videojuego lanzado por SpotLab, empresa dirigida por Luengo-Oroz.

“En 2012 llevaba diez años haciendo algoritmos y me di cuenta de que el final de los procesos no siempre funciona. Por eso se me ocurrió crear un juego para detectar la malaria visionando imágenes de muestras de sangre reales, suministradas por hospitales sin recursos para procesarlas. Hicimos una publicación científica demostrando que el trabajo de 20 jugadores equivalía al de un experto. El futuro va por ahí, lo que en el MIT llaman society-on-the-loop. El juego llegó a 100 países y nos constituimos como empresa social. Hemos creado también un aparato que, acoplado al smartphone, lo con­vierte en un microscopio. Creemos que podremos distribuirlo a finales de año. El objetivo es democratizar el acceso a la diagnosis por imagen”.

Fuente: El País