Ha sido, durante los ocho años que Barack Obama fue presidente de Estados Unidos, y ejerció como primera dama, la mujer más poderosa del mundo. Michelle Obama (Chicago, 1964) sigue siendo una líder influyente y, a pesar de que ella lo descarta, “no tengo ninguna intención de presentarme a un cargo público, nunca”, hay muchos que la ven como una tabla de salvación a los males de su país, “que me revuelven el estómago”. En Mi historia (Plaza & Janés) narra las memorias de su vida, un relato en el que se esbozan trazos de lo que debe ser un verdadero líder.

Resiliencia. Recuerda la ex primera dama estadounidense cuando, estando en primer curso, recibió un puñetazo por parte de un niño. Estaban haciendo cola en el comedor y charlando de las cosas que niños de seis y siete años consideran importantes. Se quedó estupefacta y dolorida. Corrió a su casa en busca de su madre, quien fue a la escuela para ver hasta qué punto el agresor suponía una amenaza. El niño se disculpó y su progenitora quitó hierro al incidente, tranquilizando a su hija: “El chico estaba asustado y enfadado por cosas que no tenían que ver contigo. Tiene demasiados problemas”. Su madre le transmitió un mensaje que le ha acompañado siempre, y era no permitir que los insultos o agresiones de un abuso le afectaran. En todo ello pensó cuando su marido salió elegido presidente. “No recordaba lo confuso que era caer en una emboscada y cómo dolía recibir un golpe inesperado. Pasé gran parte de 2008 intentando no preocuparme por los puñetazos”.

Trabajo en equipo. Sabía que las primeras damas no pintaban nada en el Ala Oeste. Los votantes habían elegido a Barack, no a ella. Su antecesora, Hillary Clinton, había intentado hacer demasiado en poco tiempo, puso su empeño en intentar reformar la atención sanitaria y la educación, y chocó contra el sistema. “Yo procuraba tener presente ese muro y aprender de la experiencia de las otras primeras damas, para lo que iba con cuidado de no inmiscuirme de forma directa o descarada en los asuntos del Ala Oeste”, reconoce. En lugar de eso, delegaba en su personal la comunicación diaria con el equipo de Barack. “Ellos intercambiaban consejos, sincronizaban nuestras agendas y repasaban todos los planes”. Hasta cuando decidió dejarse flequillo su equipo sintió la necesidad de consultar antes la idea con los colaboradores del presidente. “Con la economía por los suelos, el equipo de Barack velaba por que La Casa Blanca no trasmitiera en modo alguno una imagen que pudiera entenderse como frívola o despreocupada”.

Confianza en sí misma. Era la única primera dama afroamericana que pisaba la residencia oficial del presidente de EE UU. A sus predecesoras blancas se les había atribuido cierta elegancia, pero ella sabía que esa no era la cualidad por la que iba a destacar. “Había aprendido, gracias a los tropiezos de las campañas electorales, que tenía que ser meritorio, más rápida, más inteligente y más fuerte que nunca. La elegancia tendría que ganármela”, recuerda en el libro. A pesar de esa aparente seguridad, reconoce ser vulnerable a los miedos infundados y a los estereotipos raciales que acechan. Sin embargo, “la perspectiva de ser primera dama era una gran responsabilidad y me emocionaba, pero ni por un segundo pensé que fuera a asumir un papel fácil y glamuroso”. En ese momento, volvió a plantearse la pregunta y la respuesta que le perseguía desde que estudiaba en el instituto, y aprendió que la confianza a veces hay que llamarla desde dentro. Por eso, muchas veces se repite: “¿Soy lo bastante buena? Sí, lo soy”.

Afronta los problemas. Cuando Barack Obama comenzó a dedicarse de lleno a la política, en su casa, en Chicago, comenzaron a manifestarse frustraciones. A pesar de que ambos se seguían queriendo, a ella le pesaba el naufragio de matrimonios cercanos. Y decidió que acudirían, a pesar de que Barack se mostraba reacio, a terapia de pareja. El resultado fue una reflexión acerca de cómo podía sentirse mejor sin tener que estar constantemente reprochándole determinadas situaciones a su marido. “Estaba demasiado ocupada guardando rencor a Barack por encontrar huecos en su agenda para ir al gimnasio, antes que pensar en cómo arreglármelas para hacer ejercicio yo también”, confiesa Michelle, que gracias a ese nuevo planteamiento reavivó la serenidad y la fuerza.

Estrategia gradual. Cuando su esposo llegó a senador, la gente estaba impaciente por saber si se presentaría a la presidencia en 2008. Todos los periodistas le preguntaban por ello. Ella no tenía prisa, prefería ir poco a poco. “Dado mi pragmatismo de toda la vida, siempre le aconsejaría una estrategia gradual, un avance metódico paso a paso. Sentía una inclinación nata por las esperas largas y sensatas”.

Aceptar la decepción. Siempre tuvo claro que, a pesar de que cada vez su huerto era más popular, la gente la iba a observar con ciertas expectativas, sobre todo por parte de las mujeres, que no podían entender que enterrara su carrera profesional como abogado y su experiencia gestora en el centro médico de la Universidad de Chicago. “Sabía que era inevitable decepcionar a alguien. La campaña electoral me había enseñado que hasta mi último movimiento y expresión facial se interpretaría de una docena de modos distintos. O bien era agresiva y colérica, o bien, con mi jardín y mis mensajes sobre alimentación sana, era una decepción para las feministas, que esperaban de mi cierta estridencia”.

Metódica. Reconoce que al principio de llegar al Ala Este su intención era trabajar como a ella siempre le ha gustado, con discreción. “Quería ser metódica en la elaboración de un plan general y esperar a tener confianza plena en lo que presentaba antes de dar a conocer ningún proyecto”. A pesar del entusiasmo que había generado el huerto que había decidido plantar en los jardines de su nueva residencia, prefería pasarse de hondo que de amplio en lo tocante al tratamiento de los temas. No tenía prisa, pero el siguiente plan estaba en marcha: atacar la obesidad infantil.

Fuente: El País