Cuando afronta su peor hora, detenido en Japón por supuesta evasión fiscal, si algo puede asegurarse acerca de Carlos Ghosn es que nunca nadie le regaló nada y su trayectoria en el proceloso negocio del automóvil es la de un triunfador hecho a sí mismo. Originario de Porto Velho, la capital del estado brasileño de Rondônia, donde nació en 1954, sus antecedentes libaneses pesaron en la decisión de su familia de trasladarlo a Beirut siendo muy pequeño. Allí estudió en un colegio jesuita, rodeado de niños de otras latitudes y creencias —él es cristiano maronita— que conformaron su personalidad cosmopolita.

“Crecer en un ambiente así te prepara para los retos de la globalización”, suele decir. Allí también empezó a jugar a reconocer los coches que pasaban por el sonido del claxon. Y allí también dejó la impronta de un muchacho talentoso y respondón. Todo un carácter.

La formación afrancesada del colegio primó en su apuesta por trasladarse a París a principios de los setenta para cursar estudios universitarios antes del estallido de la Guerra Civil libanesa. Fueron años de vino y rosas. Hasta que, tras licenciarse como ingeniero por la Polytechnique, entró en Michelin. Con 27 años ya ejerció como director de una fábrica de la compañía francesa. Y escaló hasta la presidencia de su delegación norteamericana. El fichaje en Renault no tardó. Louis Schweitzer, uno de los grandes popes del sector, lo llamó a filas en octubre de 1996. Dos meses más tarde lo nombró director general adjunto del grupo. Su plan de ahorro provocó el más recordado de los apodos que ha recibido en su carrera: “El matacostes” (Cost killer, en la traducción del inglés). La firma de la alianza Renault-Nissan en la primavera de 1999 supondría su catapulta hacia el estrellato global de la industria.

Fue el zarpazo de un león de ambición sin medida. Un tipo nacido para mandar, que ha ejercido el poder con puño de hierro y siempre pegado a los datos. Hasta hace pocas semanas daba conferencias sobre su manera de entender el liderazgo y la toma de decisiones en templos del capitalismo global como la London School of Economics. Sus hazañas al frente de Nissan, donde aterrizó como un marciano e impuso su ley de control de la cuenta de resultados, le convirtieron en personaje de cómic de manga venerado hasta hoy. Precisamente Japón, donde creció su leyenda, ha supuesto su descenso a los infiernos.

Con Nissan logró lo que nadie pensaba que fuera posible en medio de las turbulencias financieras y económicas de Japón. Levantó a la compañía de un estado moribundo y pilotó su expansión internacional. Los éxitos abrieron la puerta a la presidencia ejecutiva de Renault a mediados de la década de los 2000. Y su poder creció hasta controlar ambas firmas, Renault y Nissan, entre París y Tokio.

Tras su proclamación como el mago financiero que hizo posible el éxito de la alianza Renault-Nissan, hacia 2008 vislumbró que el futuro de la automoción pasaba por el coche eléctrico. Diez años después, el modelo Nissan Leaf es el coche eléctrico más vendido del mercado. Y desde 2016, la alianza cuenta con un tercer pilar: Mitsubishi.

Némesis de Elon Musk

Siempre se ha presentado como una némesis de Elon Musk, fundador de la compañía californiana de vehículos eléctricos Tesla. Se ha mostrado más preocupado del mercado masivo y no de los prototipos de alta gama de Tesla. En los últimos tiempos, presumía de haber desbancado al principal competidor, el grupo Volkswagen —lastrado por el escándalo dieselgate—, al frente de las ventas mundiales de vehículos durante este año. Uno de cada nueve coches vendidos en el mundo sale hoy de las fábricas de la alianza Renault-Nissan-Mitsubishi.

Y el mandato de Ghosn al frente de la alianza estaba ratificado hasta 2022. Pero su futuro pende ahora de un hilo cuando el negocio de la movilidad afronta su momento más convulso e incierto ante la transformación que se avecina.

Fuente: El País