Un decenio después de la crisis financiera global de 2008, gobiernos y autoridades económicas no dejan de asegurarnos que hoy el sistema es mucho más seguro. Los megabancos que estuvieron en el centro de la debacle han reducido su nivel de exposición al riesgo, y todos (inversores, consumidores y directivos de bancos centrales) siguen en alerta máxima. Los reguladores se han esforzado en asegurar más transparencia y rendición de cuentas en la industria bancaria. Pero ¿estamos realmente tan a salvo?

Normalmente uno diría que sí. Una megacrisis financiera global sistémica como la que estalló hace un decenio no es como la típica recesión de cada siete años. El hecho de que su frecuencia sea mucho menor tiene que ver con dos realidades: las autoridades responden con reformas para evitar que se repitan, y normalmente pasa mucho tiempo antes de que inversores, consumidores y políticos se olviden de la última.

Por desgracia, no vivimos tiempos normales. El manejo de crisis no se puede llevar en piloto automático, y la seguridad del sistema financiero depende crucialmente de la capacidad de quienes lo dirigen. Lo bueno es que en general, los principales bancos centrales todavía cuentan con personal y directivos de excelencia. Lo malo es que el manejo de crisis involucra a todo el Gobierno, no sólo la autoridad monetaria. Y aquí hay amplio margen para la duda.

Claro que si la próxima crisis fuera exactamente como la anterior, las autoridades podrían limitarse a aplicar el manual que se elaboró en 2008, y es probable que la respuesta sea al menos igual de eficaz. Pero, ¿y si fuera totalmente diferente, si se originara, por ejemplo, en un ciberataque a gran escala, o en un aumento global inesperadamente rápido del tipo de interés real, que sacudiera a unos mercados debilitados por deudas de alto riesgo? ¿Puede alguien decir honestamente que la Administración del presidente estadounidense Donald Trump tiene la destreza y la experiencia para hacer frente a un colapso a gran escala? No hay modo de saberlo, porque la única crisis real que ha experimentado Estados Unidos hasta ahora durante la presidencia de Trump ha sido, pues, la presidencia de Trump.

El presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Jerome Powell, y su equipo son de primera, pero ¿qué otros adultos habrá en la habitación si hubiera amenazas de una crisis financiera de procedencia externa? La Fed no puede lanzarse a la acción sola; necesita apoyo político y financiero del resto del Gobierno. De hecho, hoy tiene menos margen de maniobra que en 2008, porque las reformas financieras aprobadas por la ley Dodd‑Frank de 2010 restringieron marcadamente su capacidad de rescatar instituciones privadas, aun cuando de no hacerlo todo el sistema corriera riesgo de colapsar. ¿Podrá responder un Congreso paralizado? ¿O acaso Steven Mnuchin, que antes de convertirse en secretario del Tesoro de los Estados Unidos fue productor en Hollywood, podrá inspirarse en el papel que tuvo en la película de 2016 Rules Don’t Apply?

Europa tiene problemas similares, o peores. Dada la profundización de la desconfianza y de las divisiones alentada por el populismo, es casi seguro que la resiliencia financiera es mucho menor que hace un decenio. Basta pensar en el Reino Unido, el otro gran centro financiero internacional, cuya élite política dejó al país al borde del abismo del Brexit. ¿Es posible esperar realmente que maneje con competencia una crisis financiera que demandaría decisiones políticas difíciles y agilidad de pensamiento? El Reino Unido tiene la suerte de contar con muy buen personal en su departamento de Hacienda y en su banco central, pero ni los técnicos más brillantes tienen mucho margen de acción si los políticos no les dan respaldo.

En tanto, del otro lado del Canal de La Mancha, la profunda división por la coparticipación en los costes de la eurozona puede dificultar la implementación de una política convincente para hacer frente a un período de alta tensión. Por ejemplo, un aumento significativo del tipo de interés real global podría hacer estragos en los balcanizados mercados de deuda de la eurozona.

Pero, ¿acaso faltan entre veinte y cuarenta años para la próxima gran crisis financiera importante y tenemos tiempo más que suficiente para prepararnos? Ojalá sea así, pero nada lo garantiza. Incluso si la regulación ha podido contener los riesgos bancarios, es probable que ahora las grandes fuentes de riesgo estén en el sistema financiero informal, menos regulado. Lo único que sabemos con certeza es que el sistema financiero global no para de crecer, y el endeudamiento global ya se acerca a los 200 billones de dólares. Aunque una mejor regulación financiera haya ayudado a evitar que ese crecimiento se traslade a un aumento del riesgo, nada indica tampoco que esté disminuyendo.

Por ejemplo, si bien el riesgo contabilizado de los grandes bancos hoy parece ser menor, los reguladores tienen que hacer grandes esfuerzos para vigilar el endeudamiento arriesgado que migró al sistema financiero informal y que puede inflarse con bastante rapidez (como aprendimos del peor modo en 2008). Los reguladores nos aseguran que los bancos cuentan con más protecciones en la forma de activos “líquidos” para hacer frente a fugas masivas de depósitos y problemas de refinanciación de deudas. Por desgracia, activos que son “líquidos” en tiempos normales suelen volverse muy ilíquidos en caso de crisis.

Las autoridades no se equivocan al decir que el sistema ha tenido mejoras desde 2008. Pero las reformas parciales que se han implementado no incluyen lo más necesario: obligar a los bancos a obtener una cuota mayor de su financiación mediante emisión de acciones (o reinversión de dividendos), como sostienen los economistas Anat Admati de Stanford y Martin Hellwig del Instituto Max Planck. Por desgracia, la combinación de un sistema financiero que no para de crecer y un entorno político cada vez más tóxico implica que la siguiente gran crisis financiera puede producirse antes de lo esperado.

Kenneth Rogoff es ex economista jefe del FMI y profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard. © Project Syndicate 1995–2019. Traducción: Esteban Flamini.

Fuente: El País