Muévete rápido y rompe cosas. Si no rompes cosas, no te estás moviendo lo suficientemente rápido». Ese era el consejo que Mark Zuckerberg daba a sus programadores en la primera década de Facebook. Y lo llevaba tan a gala que ese Move fast. Break things fue utilizado un tiempo como un lema por la propia red social.
En 2014, lo dejaron de lado por políticamente incorrecto. Ya eran tan grandes y habían roto tantas cosas que tal vez tenían miedo de que se las rompieran a ellos.
Move fast. Break things es también el título de un ensayo, publicado el año pasado, acerca del creciente poder de Google, Amazon y Facebook, presentados por su autor, Jonathan Taplin, como una auténtica amenaza para el pluralismo empresarial y cultural. Taplin alerta también sobre la posible idealización de un modelo de empresario y de empresa que no toma prisioneros ni respeta más de lo estrictamente necesario las normas y los acuerdos tácitos. Es Uber con los taxis, YouTube con los derechos de autor, Facebook con los medios de comunicación. En la base de esa forma de actuar, que define como despiadada y egoísta, el autor destaca el nombre de una pensadora, Ayn Rand, que en los últimos años también ha aparecido ligada a fenómenos como el Tea Party y la victoria electoral de Trump, además de recibir muestras de apoyo de personajes como Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Travis Kalanick, fundador de Uber, y Peter Thiel, creador de PayPal e inversor totémico en Silicon Valley.
El verdadero nombre de Ayn Rand era Alisa Zinóvievna. Nacida en Rusia en 1905, huyó con su familia de la revolución bolchevique, una experiencia traumática que la marcó para siempre con un rotundo rechazo a toda forma de colectivismo. En Estados Unidos, con su imaginario del colono, encontraría la tierra prometida.
Durante un tiempo, Rand se ganó la vida como guionista de Hollywood. Pero lo que realmente le ha dado fama son dos novelas, El manantial y Atlas Shrugged. En la primera, que se adaptó al cine con el mismo título y Gary Cooper de protagonista, un brillante arquitecto, innovador y creativo, se enfrenta a un sistema adocenado que le exige pasar por el aro. Atlas Shrugged, traducido al castellano como La rebelión de Atlas, es una distopía: los líderes de la sociedad se ponen en huelga y huyen a las montañas de Colorado a crear una nueva sociedad, hartos del aborregamiento de las masas.
Posteriormente, Rand se centró más en la política y la filosofía, hasta su fallecimiento en Nueva York en 1982. Y durante todos esos años predicó un pensamiento, el objetivismo, simple pero contundente: el egoísmo es bueno, el altruismo no tiene sentido y la libertad -entendida como no pedir nada, no esperar nada y no depender de nada- es sagrada. Un discurso más libertario que ultraliberal que legitima moralmente el egoísmo empresarial y pone en el centro de la sociedad a los ricos, los empresarios, los innovadores.
Taplin, todo un indignado, asegura que “desde Ronald Reagan y Margaret Thatcher, esos principios han ganado la batalla de las ideas”. Leyendo su libro, la conclusión es que los libertarios, ondeando la bandera de Rand, han conquistado Silicon Valley, y su ejemplo se extiende por todo el planeta como un virus más cultural que ideológico. ¿Exagera?
Para el economista José Moisés Martín, “es cierto que la cultura de las startups es muy libertaria, pero ese discurso individualista es parte de la automotivación del emprendedor. Nadie crea Facebook pensando en la responsabilidad social corporativa”. En su opinión, el problema de Rand es que “viene de una cultura muy marcada por el colectivismo y reacciona de forma exacerbada, de tal forma que convierte una actitud cultural en casi una religión que casa en parte con el trumpismo. Pero desde el punto de vista de la teoría económica, su papel es testimonial”.
El también economista Javier Santacruz coincide en que su influencia es simbólica, aunque llamativa: “El argumento de El manantial, reducido al absurdo, sirve para contar la lucha de Uber contra los taxistas. Pero sus ideas son muy maniqueas, y con los años se radicaliza y se va quedando atrás”. Hay quien atribuye cierta influencia de Rand en Alan Greenspan, con el que tuvo una relación, pero Santacruz no llega tan lejos.
Rand es en consecuencia un icono pop para libertarios, sean de la América profunda o del valle del silicio, o, como la definía un artículo de The Guardian, un Gordon Gekko, el protagonista de Wall Street, con el bachillerato. Pero hay más: la melodía de sus ideas coincide con la de las nuevas relaciones laborales de la economía digital.
“Es cierto que se está volviendo a poner el foco en la responsabilidad individual”, explica Martín. “Le estamos diciendo a la gente que tiene que inventar su propio trabajo, construir su propia marca. Los trabajadores han perdido la batalla, porque el proceso laboral ya no se entiende como algo colectivo”, asegura. El filósofo Javier Gomá pide a este respecto no llamarse a engaño: “Igual que la ley absoluta de la política es la ocupación del poder, la ley absoluta de la empresa es la maximización del lucro”. Si el trabajador cuenta menos, tanto Gomá como Martín coinciden en que el consumidor cuenta más. “Es la época en la que más se habla de ética en las escuelas de negocios, y las empresas están obsesionadas con su reputación. Si el elector es la medida de control del político, el consumidor es la medida de control de la empresa”, asegura Gomá.
Muchos ven con pesimismo estos cambios, que gustarían a Rand. Taplin dibuja un panorama sombrío, en el que Google, Facebook y Amazon conformarán un oligopolio porque “controlan las aplicaciones que controlan nuestras vidas”. Santacruz no compra este discurso – “ese hipotético oligopolio de tres será en unos años el oligopolio de otros tres que ahora ni existen, porque la tecnología ha derribado las barreras de entrada”- y cree que simplemente ahora vivimos una época de discurso empresarial individualista que tal como vino se irá: “Los ciclos se repiten. Lo que ahora llamamos economía digital era en 1850 el ferrocarril en el salvaje oeste”. También por entonces se movían rápido y rompían cosas, con un espíritu inconformista que Rand disfrazó de teoría y envolvió con épica.
Fuente: El País