Desde hace algún tiempo la economía alemana está dando claras señales de debilitamiento. Los datos son contundentes. La actividad industrial –el principal termómetro económico– se ha desplomado y sigue reduciéndose a un ritmo anual superior al 3%, mientras que los consumidores pierden confianza y moderan su consumo, agravando la crisis industrial que, poco a poco, se extiende a los servicios. La economía se estancó durante la segunda mitad de 2018 y no parece levantar cabeza. El resultado es una pérdida de empleos industriales, quebrando la senda ascendente registrada durante la última década prácticamente sin interrupción. 

Tanto los principales institutos de análisis del país, como la Comisión Europea, la OCDE y el FMI son unánimes en considerar que la economía alemana apenas crecerá este año, desmintiendo el optimismo que manifestaban hasta apenas unos meses.   

Sin embargo, nadie ofrece una explicación del todo convincente a este inesperado parón. Se alude a factores excepcionales, como el cambio de normativa sobre los motores diésel, que podría haber desorganizado las cadenas de producción del sector del automóvil. También influye la desaceleración de China y las tensiones comerciales internacionales, que erosionan los mercados de exportación, algo especialmente perjudicial para la industria teutona, una de las más dependientes del exterior. A ello se añaden las vicisitudes de la economía europea, el principal pulmón económico del país (Brexit caótico, recesión italiana, sobresaltos sociales en Francia). 

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En suma, la recesión que se cierne sobre la economía alemana se debería enteramente a vientos adversos provenientes del exterior. Y es que algunos analistas consideran que, en el plano interno, Alemania goza de una excelente salud. Las cuentas de las administraciones arrojan un sólido superávit, hasta el punto de provocar una escasez de títulos de deuda pública. Fruto de ello, los inversores están dispuestos a no cobrar intereses por sus préstamos al Estado alemán. Asimismo, los germanos son férreos ahorradores (ver gráfico) y cuando acuden al crédito es con parsimonia, por lo que su posición financiera es una de las más saneadas del mundo. Los salarios apenas crecen, ni siquiera cuando la tasa de paro alcanza mínimos históricos y aparecen situaciones de escasez de mano de obra. La consecuencia es que la economía alemana es altamente competitiva en términos de costes laborales.

Exceso de ahorro en Alemania, en miles de millones de euros

Sin embargo, Alemania no es tan modélica como parece, de ahí sus desavenencias. Si bien está desendeudada, muestra preocupantes carencias en infraestructuras de transporte y digitales, por falta de inversión tanto pública como privada. El Estado ha optado por reducir su perímetro mientras que las empresas prefieren invertir fuera de sus fronteras. Alemania es uno de los principales exportadores de capital del mundo, superando incluso la excedentaria China. El país, el único en Europa que disponía de un margen fiscal para impulsar el desarrollo tecnológico, se ha quedado atrás con respecto a los líderes digitales que son EE.UU y China.  

Por otra parte, la favorable evolución de la competitividad refleja la contención de los costes laborales y no una mejora sustantiva de la productividad, que es el principal motor de crecimiento a largo plazo. La moderada evolución de aquélla se explica por la escasez de mano de obra cualificada, las carencias en el sistema universitario –en parte por falta de inversión– y la persistencia de un sector de baja productividad, que ofrece condiciones laborales inferiores a las que podrían ostentar los trabajadores si se desplazaran a otros sectores.       

Pese a la compresión de la demanda interna, tanto pública como privada, Alemania ha logrado crecer gracias al tirón de las exportaciones. Antes de la crisis, la industria aprovechada el frenético incremento de las importaciones de otros países europeos, sobre todo España. Después de la crisis, este lugar lo ocupan EE.UU. y China. Pero nada de esto es sostenible. Porque las importaciones americanas han desembocado en un déficit comercial que irrita a la Administración Trump, y porque la economía china se ha transformado y que nadie tomará el relevo como importador de última instancia de productos alemanes

Prueba del límite al que se enfrenta el modelo exportador es la aparición de un excedente de la balanza por cuenta corriente, que mide la diferencia entre ingresos y pagos frente al exterior. En 2018, esa balanza presentaba un superávit superior a 260.000 millones de euros, lo que equivale a cerca del 8% del tamaño de la economía alemana. Ningún otro país europeo mantiene un desequilibrio tan abultado. A nivel mundial, mientras que el excedente chino se ha ido reduciendo, la tendencia ha sido la inversa en el caso de Alemania. 

Además, el modelo exportador se ha contagiado a otros países que comparten el euro. Prácticamente todos presentan balanzas excedentarias, de la mano de políticas de contención de la demanda interna. La principal excepción es Francia, que presenta un ligero déficit. Por tanto, el conjunto de la zona euro presenta una situación de insuficiencia de inversión, frente al ahorro disponible.  

Todo ello deja a Alemania ante una disyuntiva. O persiste en el modelo de compresión de la demanda, en aras al fetichismo de la austeridad fiscal; o bien moviliza su colosal capacidad de inversión, de iniciativa empresarial y de transformación tecnológica. Éste es un camino que, con el tiempo, asentaría la posición internacional del país y, a la vez, potenciaría la cohesión europea. El Gobierno alemán, ante el enfriamiento de la economía, ha dado señales en esta dirección, adoptando medidas de estímulo. Esperemos que se trate de un primer paso por el camino de un modelo de crecimiento más equilibrado e inclusivo.

Fuente: El País