Equitativos, eficientes y sencillos para la Administración (encargada de su aplicación) y para el contribuyente (obligado al cumplimiento fiscal). Estos son los principales principios impositivos. No son poca cosa, de manera que, al final, acabamos teniendo los impuestos que tenemos: algo equitativos, algo eficientes y no del todo sencillos. Pero esto podría cambiar.

La tecnología evoluciona de manera inexorable, lo cual es negativo para la capacidad fiscal de los Gobiernos. Por ejemplo, la digitalización implica que ciertos negocios no necesitan de una presencia física significativa en un determinado territorio para generar beneficios (por ejemplo, la descarga de servicios digitales o la compra de bienes por Internet). La dilución del nexo territorio-beneficios supone que ciertos países (allá donde se realizan las ventas) pierdan recaudación por el impuesto sobre sociedades a costa de los países donde se localiza la empresa matriz. Y, no por casualidad, la matriz se suele localizar en países de baja tributación. Al final, la recaudación mundial se resiente y el impuesto sobre sociedades no juega el papel que, principalmente, debería jugar en nuestro sistema fiscal: ser un mecanismo de retención a cuenta de los impuestos que, en último término, deberían pagar los accionistas.

Paradójicamente, la tecnología puede también ayudar. Así, hay autores que proponen la creación de un registro financiero internacional (de los rendimientos y de la valoración de paquetes acciones) que permita identificar cuál es el lugar de residencia del accionista. De esta manera, el accionista —menos móvil que una multinacional— acabaría pagando según su capacidad económica y, a escala mundial, la recaudación volvería a repuntar. En el mismo sentido, el uso extensivo del plastic money (las tarjetas de crédito) debería facilitar el control de bases tanto de IVA como de rentas de empresas y autónomos.

En la actualidad, mientras que las ventajas para el sector público no se acaban de aprovechar, las desventajas están ahí. Por ejemplo, sabemos que un 40% de los beneficios de las multinacionales acaban pagando impuestos en países de baja tributación. Es por ello que The Economist concluía en un artículo reciente que los sistemas fiscales están anclados en el pasado. Probablemente, más que anclados, pues creo que las Administraciones son bien conscientes de estas oportunidades, estén en un impasse.

La capacidad fiscal del sector público aumentará sobremanera cuando este aproveche todas las ventajas tecnológicas. En ese momento, tomarán más importancia las decisiones de política fiscal, pues estas no se verán mediatizadas por la existencia de evasión o de elusión fiscal. Si, entonces, el sector público no responde como debe (una gestión eficiente de los recursos), aquellos que no están dispuestos a pagar impuestos solo tendrán una opción: relocalizarse. Y, llegados a ese punto, la única opción será la armonización fiscal. O esto, o un mejor proceso de rendición de cuentas en un mundo globalizado. Ese es el futuro —optimista, pero donde seguirán existiendo retos— que vislumbro para nuestro sistema fiscal, y para nuestro sector público en general.

Alejandro Esteller-Moré es catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona.

Fuente: El País