No se destaca porque es una buena noticia. Silenciosamente, Europa acaba de salvar el peligro de abocarse a una nueva recesión. Justo cuando la eurozona encara la ardua andadura para dotarse de una capacidad presupuestaria, afianza el otro gran cañón anticrisis, la política monetaria.

Esa es la lectura que merece la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) del día 11, avalando la expansión monetaria (quantitative easing) mediante la compra de bonos públicos (programa PSPP) que lanzó el Banco Central Europeo (BCE) de Mario Draghi en 2015.

Para evaluar el alcance de la decisión basta explorar qué habría ocurrido de haber sido la contraria. Manejemos la hipótesis de que solo hubiera tenido efectos a futuro. Porque hacia las operaciones pasadas habría sido inimaginable. Desde 2008, el BCE ha triplicado su balance, y desde 2011 lo ha más que duplicado, hasta 4,6 billones de euros. Billones (procedentes en buena parte de este programa) que contrarrestaron la Gran Recesión; dinamizaron el anémico crecimiento consiguiente, y han impulsado los últimos 22 trimestres de alza continua del PIB.

Ese dinero está ahí, en las venas de la economía. Y aunque el Banco Central acaba de poner término a las nuevas compras de bonos (primero fueron a ritmo de 60.000 millones mensuales; luego, 30.000, y últimamente, 15.000), la cuantía de la inversión realizada se renovará, al vencimiento de cada bono adquirido.

Si el TJUE hubiese declarado ilegal el programa, habría guillotinado esa renovación automática de la inversión. Con el resultado, desde ahora, del aumento exponencial de la factura de las deudas públicas nacionales que el BCE había incorporado a su balance.

Un extracoste que habría que financiar vía presupuestos, provocando la compresión de otros gastos (recortes) o alzas impositivas generalizadas para poder financiarlo. El crash económico resultante no lo descuenta ningún cuento de la bruja, sino la memoria.

Dos pequeñas medidas restrictivas en la política monetaria de Fráncfort —en aquellos casos, los inoportunos aumentos de los tipos de interés— dispararon los efectos devastadores de la Gran Recesión: en 2008, justo en sus albores, y en 2011, cuando contribuyó con otros factores a su repunte, la temida recesión en W.

La trascendencia más prospectiva es a largo plazo. La sentencia deja intacta, e inatacable jurídicamente, la disponibilidad de la única gran medida a nivel comunitario, la expansión monetaria, de la que la UE pudo echar mano para salvar la Gran Recesión, y cuya eficacia está experimentada y afinada: su reposición puede dictarse casi automáticamente.

Eso no significa que persista la pasada soledad de la política monetaria ante las crisis. La caja de herramientas se ha ampliado (los fondos de rescate, la mayor flexibilidad fiscal, la aún incompleta unión bancaria, la nueva regulación financiera…). Pero la máquina de imprimir billetes en serie es incomparable en su rapidez, autonomía y efectividad inmediata.

Tampoco es menor el hecho de que esta sentencia, junto a la del caso Gauweiler (que validó el programa de apoyo OMT a los países vulnerables anunciado en 2012 por Draghi con sus palabras mágicas: “Haré todo lo que pueda para salvar al euro”) consagra una lectura amplia, rica y progresista de las posibilidades que el Tratado de la Unión ofrece a la actuación de la banca central.

Que es la contraria de la reduccionista, mezquina y reaccionaria con la que el Bundesbank quiso teñir al BCE desde antes de su fundación. No en vano, uno de los más implacables críticos de Draghi, y enemigo declarado de la ampliación de su programa de expansión fue, hasta tiempo tan cercano como 2016, el entonces ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schaüble. Auf wiedersehen!

Fuente: El País