¿Por qué es tan disfuncional la política estadounidense? Con independencia de cuáles sean las causas más profundas de nuestras aflicciones, la causa inmediata es el extremismo ideológico: poderosas facciones decididas a imponer visiones falsas del mundo, en contra de la evidencia.

Fíjense en que he dicho facciones, en plural. No cabe duda de que los extremistas más perturbadores y peligrosos son los de la derecha. Pero hay otra facción cuyas obsesiones y negativa a afrontar la realidad han causado bastante daño.

Pero no hablo de la izquierda. Los izquierdistas radicales son prácticamente inexistentes en la política estadounidense; ¿conoce alguien alguna figura destacada que quiera situarnos a la izquierda de, pongamos por caso, Dinamarca? No. Hablo de los centristas fanáticos.

En los últimos días se nos ha ofrecido el ridículo pero posiblemente destructivo espectáculo de Howard Schultz, el multimillonario de Starbucks, insistiendo en que es el presidente que necesitamos, a pesar de su demostrable ignorancia política. Obviamente Schultz piensa que sabe muchas cosas que simplemente no son así. Pero sus delirios de conocimiento no son tan especiales. En su mayor parte, siguen la doctrina centrista convencional.

Primero, la obsesión con la deuda pública. Esta obsesión quizá tuviera algo de sentido en 2010, cuando algunos temían una crisis estilo griego, aunque ya entonces yo podría haberles dicho que esos temores estaban fuera de lugar. Y de hecho, lo dije.

En cualquier caso, sin embargo, han transcurrido 10 años desde que Erskine Bowles y Alan Simpson predijeron una crisis fiscal en menos de dos años a no ser que se hiciera caso de sus consejos de recortar el gasto; pero los gastos de endeudamiento estadounidense siguen manteniéndose en mínimos históricos. Estos bajos costes de endeudamiento significan que los temores a un aumento incontrolable de la deuda son infundados; los economistas convencionales nos dicen ahora que “los riesgos asociados con niveles de deuda elevados son pequeños en relación con el peligro que supondría recortar déficits”.

Sin embargo, Schultz sigue afirmando que la deuda es nuestro mayor problema. Pero fiel a la forma centrista, sus preocupaciones por el déficit son extrañamente selectivas. Bowles y Simpson, encargados de proponer una solución a los déficits, enumeraron como primer principio… reducir los tipos impositivos. Sin duda, Schultz está muy dispuesto a recortar la Seguridad Social, pero se opone a cualquier subida de impuestos a los ricos. Tiene gracia cómo funciona eso.

En general, los centristas se oponen frenéticamente a cualquier propuesta que facilite la vida a los estadounidenses de a pie. La cobertura sanitaria universal, asegura Schultz, sería “atención sanitaria gratuita para todos, algo que el país no puede permitirse”.

Y no es el único que dice cosas así. Hace unos días, Michael Bloomberg declaraba que ampliar el Medicare a todos, como sugiere Kamala Harris, “nos llevaría a una quiebra muy prolongada”.

Ahora bien, la asistencia médica universal de carácter privado pero financiada por la administración pública (lo que se denomina Medicare) no ha hecho quebrar a Canadá. De hecho, excepto Estados Unidos, todos los países avanzados tienen alguna forma de cobertura universal, y consiguen sostenerla.

El verdadero problema del “Medicare para todos” no son los costes: los impuestos necesarios para pagarlos serían casi con toda seguridad inferiores a lo que los estadounidenses pagan ahora en primas de seguros. El problema sería, más bien, político; sería difícil persuadir a los ciudadanos de que cambien un seguro privado por un programa público. Esa es una verdadera preocupación para los defensores del Medicare para todos, pero no es en absoluto lo que Schultz o Bloomberg andan diciendo.

Por último, la marca distintiva del centrismo fanático es la determinación de ver la izquierda y la derecha estadounidenses como algo igualmente extremo, independientemente de lo cada una proponga de hecho.

Por consiguiente, en tiempos de Obama, los centristas pedían líderes políticos que abordasen los problemas de la deuda con un enfoque que combinara recortes de gastos y aumentos de ingresos, que ofreciesen un plan sanitario basado en el mercado y que invirtiese en infraestructuras, sin llegar a reconocer nunca que había una gran figura que proponía exactamente eso: el presidente Barack Obama.

Y ahora que los demócratas están emprendiendo un giro más progresista, aunque ni mucho menos radical, la retórica centrista se ha vuelto directamente histérica. El Medicare y el Medicaid cubren ya a más de un tercio de los residentes en Estados Unidos y pagan más facturas que los seguros privados.

Pero el Medicare para todos, afirma Schultz, “no es estadounidense”. Elizabeth Warren ha propuesto imponer gravámenes a los ricos que siguen directamente la tradición de Teddy Roosevelt; Bloomberg afirma que nos convertirían en Venezuela.

¿De dónde viene el fanatismo de los centristas? Buena parte de la explicación, creo, está en la vanidad pura y dura.

Tanto a expertos como a plutócratas les gusta creerse seres superiores, situados por encima del fragor político. Quieren pensar que se elevan por encima del extremismo de izquierdas y de derechas. Pero la realidad de la política estadounidense es una polarización asimétrica: el extremismo de derechas es una fuerza política poderosa, mientras que el extremismo de izquierdas no lo es. ¿Qué puede hacer un valiente aspirante a centrista?

La respuesta, demasiado a menudo, es retirarse a un mundo de fantasía, casi tan hermético como el de derechas, la burbuja de Fox News. En este mundo fantástico, se tacha a socialdemócratas como Harris o Warren de continuadores de Hugo Chávez, de modo que adoptar lo que de hecho es una postura conservadora pueda tomarse como una valiente defensa de la moderación. Pero eso no es lo que está ocurriendo realmente, y los demás no tenemos obligación de caer en los delirios centristas.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2018. Traducción de News Clips. Traducción de News Clips.

Fuente: El País