Vamos a tener una guerra comercial a gran escala con China, y quizás con el resto del mundo? Nadie lo sabe, porque todo depende de los caprichos de un hombre. Y el Hombre de los Aranceles es ignorante, volátil y un trastornado.

¿Por qué digo que todo gira en torno a un hombre? Después de todo, tras las elecciones estadounidenses de 2016 y el referéndum del Brexit en Gran Bretaña, se habló mucho de una amplia reacción popular contra la globalización. Sin embargo, a lo largo de los dos últimos años ha quedado claro que esta reacción ha sido más pequeña y menos profunda de lo que se anunciaba.

Al fin y al cabo, ¿dónde están los principales apoyos a los aranceles y las amenazas de Donald Trump de abandonar los acuerdos internacionales? Las grandes empresas odian la perspectiva de una guerra comercial, y las acciones se hunden siempre que esa perspectiva se vuelve más probable. Los trabajadores tampoco han respaldado el proteccionismo de Trump.

China se comporta mal, copia tecnología, pero Trump no entiende los principios básicos de la política comercial

Por otra parte, el porcentaje de estadounidenses que creen que el comercio exterior es bueno para la economía se acerca a un máximo histórico. Incluso a los que critican el comercio parece que les mueve la lealtad a Trump, y no unas convicciones políticas profundas: durante la campaña de 2016, los que se identificaban como republicanos cambiaron drásticamente su opinión de que los acuerdos comerciales eran buenos por la de que eran malos, y luego cambiaron otra vez de parecer cuando daba la impresión de que Trump negociaba acuerdos propios. (Siempre hemos estado en una guerra comercial con el este de Asia).

Pero si no existe un apoyo fuerte al proteccionismo, ¿por qué nos encontramos al borde de una guerra comercial? La culpa es de la legislación.

Hubo un tiempo en que el Congreso solía redactar proyectos de ley arancelarios detallados y repletos de prebendas para los intereses especiales, con efectos devastadores para la economía y la diplomacia estadounidense. Por eso, en la década de 1930, Franklin Delano Roosevelt estableció un nuevo sistema en el que el poder ejecutivo negocia los acuerdos con otros países y el Congreso se limita a aprobarlos o rechazarlos. El sistema estadounidense se convirtió luego en el patrón para las negociaciones mundiales que culminó con la creación de la Organización Mundial del Comercio.

Sin embargo, los creadores del sistema se dieron cuenta de que no podía ser demasiado rígido porque se haría añicos en épocas de tensiones. Por eso la legislación permite que el poder ejecutivo imponga aranceles sin una nueva normativa en determinadas circunstancias, principalmente para proteger la seguridad nacional, como represalia ante prácticas extranjeras injustas o para dar tiempo a los sectores que sufren un repentino aumento de la competencia extranjera para adaptarse.

En otras palabras, la legislación otorga al presidente un gran poder discrecional sobre el comercio. Y esta fórmula ha funcionado muy bien durante más de 80 años.

Lamentablemente, no estaba pensada para enfrentarse al problema de un presidente corrupto e irresponsable. Trump es básicamente el único que desea una guerra comercial, pero tiene una autoridad prácticamente dictatorial sobre el comercio. ¿Y qué está haciendo? Intenta negociar acuerdos. Por desgracia, no sabe realmente lo que hace. En temas de comercio, es un rebelde sin la más mínima idea.

Aunque se proclama a sí mismo como el Hombre de los Aranceles, Trump ha demostrado que no entiende cómo funcionan. No, no son impuestos a los extranjeros, son impuestos a nuestros propios consumidores. Cuando trata de alcanzar acuerdos, parece que solo le preocupa si puede apuntarse una «victoria», no la sustancia. Ha ido pregonando que el «Acuerdo Comercial entre EE UU, México y Canadá» es un rechazo al Tratado de Libre Comercio de América de Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), cuando en realidad no es más que una pequeña modificación.

Y lo que es más importante, su incapacidad para la diplomacia internacional se extiende a las negociaciones comerciales. Recuerden que afirmaba que había «solucionado» la crisis nuclear de Corea del Norte, pero Kim Jong-un sigue aumentando su capacidad de misiles balísticos. Y bueno, el fin de semana pasado afirmó que había alcanzado un importante acuerdo comercial con China; pero como poco después informaba J.P. Morgan en una nota a sus clientes, sus afirmaciones «parecían sumamente exageradas, si no totalmente inventadas».

Los mercados se hundieron al principio de esta semana cuando los inversores se dieron cuenta de que les habían tomado el pelo. Como decía antes, las empresas no quieren verdaderamente una guerra comercial. Seamos claros: China no es un buen actor en la economía mundial y se comporta mal, especialmente en lo que se refiere a la propiedad intelectual. Los chinos básicamente copian la tecnología. Por tanto, hay argumentos para endurecer nuestra postura sobre el comercio.

Pero ese endurecimiento debería emprenderse de común acuerdo con otros países que también sufren las consecuencias del mal comportamiento chino, y debería tener objetivos claros. La última persona que quieres que juegue duro es alguien que no entiende los principios básicos de la política comercial, que dirige su agresividad contra todo el mundo –¿aranceles sobre el aluminio canadiense para proteger nuestra seguridad nacional? ¿En serio?– y que ni siquiera puede informar sinceramente sobre lo que ha pasado en una reunión.

Por desgracia, esa es la persona que ahora ejerce el poder, y no es fácil saber cómo se le podrá frenar. El futuro del comercio mundial, con todo lo que implica para la economía, depende en gran media de los procesos mentales de Donald Trump. No es un pensamiento tranquilizador.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2018. Traducción News Clips

Fuente: El País