Todo lo bueno que tenía antes viajar en avión hoy es pecado o engorda: hasta se podía fumar y te daban de comer. Ahora aquello forma parte de un mundo antiguo, borrado por la masificación o democratización del viaje, según se vea. Era algo romántico, maldita sea. Primero, porque era inalcanzable, una experiencia rara, algo que llegaba por supuesto con la mayoría de edad. Se iba a la agencia, el único lugar donde tenían acceso privilegiado a un mundo oculto de compañías y destinos exóticos. Hasta tenías que conocer a alguien para que te buscara buenos precios. Aparecían anuncios de ofertas del último minuto en la primera página de este periódico. Ah, aquellos billetes de varias hojas con papel carbón. El pánico por perder el pasaje de vuelta, que se guardaba en lo más recóndito del doble fondo de la maleta.

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Volar tenía antes algo de vivencia única y placentera, desde ser tratado con deferencia por una especie de mayordomos de uniforme hasta ver las nubes como un espectáculo irrepetible. Hoy viajamos tanto que la gente prefiere el pasillo y muchos ni miran por la ventanilla. En cuanto a la atención, digamos que se ha convertido en un simple servicio de venta cuando no en una banda de atracadores organizados. La Real Academia de la Lengua debería incluir otra acepción peyorativa de bocadillo para esa cosa plasticosa que te dan en los aviones a precio de angulas. Cuando anunciaron que cobrarían por comer a bordo sonó como una cosa increíble e incluso intolerable. Al menos yo pensé que nadie pasaría por el aro, aunque también creí que el palo-selfie estaba condenado al fracaso. Recuerdo el primer vuelo bajo esas normas: fue asombroso descubrir que la gente estaba dispuesta a pagar, y precios astronómicos, por algo de picar.

Pero es que el low cost llegó a España en otra época, cuando creíamos que éramos ricos. El despegue y aterrizaje de las líneas baratas, en sus etapas de fascinación, saturación y normalidad, ha coincidido con el auge y caída de la economía española. Un ciclo del que hemos salido como en todo lo demás: lo que era cutre, ahora es normal, y lo que era normal, ahora es un lujo. Somos nosotros los low cost.

Sí, hubo un momento de efervescencia inicial muy comprensible, porque aquello era realmente increíble: tenías amigos que de repente se iban a Londres por 1 euro. O aparecían en Tallin, Estonia, por 15 euros, sin que en su vida se hubiera planteado ir a tal sitio, en el caso de que hubieran sabido de su existencia, y mucho menos por ese precio. Una vez alcanzado el destino, quizá se preguntaban qué demonios se les había perdido allí, un tipo de situación en la que se encontró mucha gente en aquella época.

El despegue y aterrizaje de las ‘low cost’, en sus etapas de fascinación, saturación y normalidad, coincidió con el auge y caída del PIB español

En su mayoría eran jóvenes, y era divertido. España estaba en un momento de euforia económica y esto de viajar donde te diera la gana como un millonario formaba parte del pack. El dinero ya no era un problema. Aunque había un precio, claro: había que hacer carreras para coger sitio, eran vuelos ruidosos, te volvían loco con la megafonía y había mucha letra pequeña, tenías que saberte los trucos. Además, por ese mismo espíritu de los tiempos, rápidamente tomó forma la idea de que ibas en esos aviones solo si no podías pagarte otro, era una cosa de adolescentes.

Enseguida quedó claro que había un cierto tipo de gente, bien vestida, señores y señoras de toda la vida, que no se veía en esos vuelos mezclándose con la chavalería y fijándose en los detalles de la reserva. Se hablaba de estos vuelos con horror, como si fuera transporte de ganado, hasta que llegó la crisis y quedó claro que muchísima gente, en efecto, no podía pagarse otro vuelo.

Fue precisamente entonces cuando algunas de estas compañías se volvieron malas, de maldad, quiero decir. Cuando para mucha gente viajar así no fue una elección, sino que no tenían más remedio. Ahí estas líneas aéreas se frotaron las manos y se pusieron chulas. De repente ya no eran empresas de colorines enrolladas, no, llegaron a ser un pelín nazis. Te llegaban historias terribles de azafatas bordes con las maletas, controles sádicos en la puerta de embarque, viajeros abriendo equipaje en el suelo, sacando calzoncillos y bragas a la vista de todos, porque superaban el peso admitido en algunos nanogramos. Se veía que lo hacían con mala leche, con voracidad recaudatoria, y sospechabas que tenían directrices claras de ir a pillar a los incautos.

Sí, debo confesar que en algún momento yo mismo monté pollos e hice necesaria la presencia de la Guardia Civil. Porque, en cuanto protestabas, estos tipos llamaban a seguridad. También he visto cómo una mujer vomitaba porque se sentía mal, pedía un vaso de agua y se lo cobraban.

Prueba más de la perversidad humana, las compañías de toda la vida empezaron a copiar estas técnicas, porque vieron que colaban. Empezó a diluirse ese estatus de clase que les diferenciaba, esos aires que se daban de que ellos eran otra cosa. Como en muchos otros ámbitos, nunca sabremos si fue la crisis o se aprovecharon de ella. Así conocimos el síndrome de la clase turista, que te daba el telele por ir encogido con las rodillas en el esternón durante dos horas.

Como colofón, los atentados del 11-S cambiaron definitivamente lo que era viajar: empezamos a despelotarnos todos en los controles de seguridad y un día no nos dejaron ni el agua. Al ver esas montañas de botellas y botecitos confiscados, todos hemos pensado que en cada aeropuerto del mundo se han mantenido decenas de familias con un fructífero mercado negro de bebidas, cosméticos y colonias. Entre todas estas mezquindades, mi favorita es la de reclamar, un camino a lo desconocido donde era posible no llegar a hablar nunca con un ser humano. Una vez me carteé durante semanas con un robot de Iberia —tenía nombres, apellidos y cargo, pero estoy seguro de que era un robot—. Fue inútil intentar razonar con este ser o entidad.

Intuyo que en algún momento en estas compañías se dieron cuenta de que se estaban pasando tres pueblos, ellos que habían acercado puntos del mapa tan extraños como Girona —­si bien haciéndola pasar por Barcelona— y Chisináu. Y otra vez, de repente, cambió el trato. Fue hace unos años. Se dejaron de ver broncas en las filas. También debió de ser porque nos fuimos acostumbrando, obedeciendo, y ya no nos reñían: cualquiera se sabe ahora de memoria medidas y kilos autorizados de las maletas. Han logrado crear un tipo de viajero algo malhumorado que es capaz de reducir al máximo su número de camisas y hacer fila una hora antes. Ha costado, pero ya funciona todo como un reloj, y es verdad que podemos ir a cualquier sitio. También es verdad que ya todos los lugares se parecen, hacemos más o menos los mismos viajes y no te apetece nada ir a Tallin, Estonia. Quizá sea el momento de ir.

Fuente: El País