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Cuando, al poco de morir Yves Saint Laurent, salieron a subasta algunas de sus pertenencias, las de uno de los más grandes couturiers de la historia, Monsieur Hubert de Givenchy (1927-2018) pujó para hacerse con un sencillo crucifijo que acompañó al maestro argelino en sus horas de insomnio y melancolía, en sus horas de exaltación creativa. Quería que no despareciera, que todas las demandas allí depositadas no se perdieran para siempre. En unas pocas semanas íbamos a viajar junto a su inseparable Philippe Venet (ese hombre fiel, leal y sensible, quien no dudó en dejarlo todo por seguirle a él) y dos amigos cercanos a Marrakech, al museo de Yves, en busca de esa “ventana” por la que dejar entrar sus diseños, sus creaciones, gran parte de su alma. El proyecto no era otro que una exposición, una más, que hablara de su vida, de su particular manera de entender la belleza, de todos esos años al frente de su Maison, y todo eso al calor del cielo marroquí, de los jardines tan queridos por su amigo. Otra exposición, como la del Museo Thyssen en Madrid, como la del Gemeenteen de La Haya, o la exposición en Calais, que recorriera su vida, la de un mundo del que solo quedaba él. Trabajar con Givenchy era, sin duda, un sueño. Sentarse frente a ese hombre de casi dos metros, mirada distinguida y hablar amable, toda una suerte. En su hotel particulier, en el mismísimo París de Proust, dejábamos pasar la tarde enfrascados en disputas sobre moda, sobre belleza, sobre ese tiempo perdido que, con estas exposiciones, pretendía recuperar.

Hubert de Givenchy sentía que soñar es el principio de todo. Quien dedica su vida a la creación da forma a sus sueños, los conjuga, los dota de una corporeidad que busca expresar algo. Freud decía que con los sueños se evidencian nuestros deseos. Los de Givenchy pasaban por infinitos vestidos de shantung, crepé, organdí o seda cuajados de perlas, de plumas, de cristal de roca; por unas creaciones que partían del cuerpo femenino para cambiar el mundo a través de lo bello. Sueños que le permitieron realizar algunas de las más bellas creaciones de la Alta Costura portadas por las mujeres más icónicas del pasado siglo, como Jacqueline Kennedy, la Duquesa de Windsor, Grace Kelly o su amada amiga Audrey Hepburn, arquetipo de lo que significó la elegancia para toda una generación, con quien formó una de las parejas creativas más influyentes de todos los tiempos y constituyó además una relación extraordinaria de amistad entre dos personas sensibles y virtuosas, como definía Voltaire la amistad, convirtiéndose no solo en una estrecha vinculación entre lo ético y lo estético, sino en una de las grandes historias del siglo XX.

Givenchy posa con su musa Audrey Hepburn.Givenchy posa con su musa Audrey Hepburn. AFP

Conocer a Hubert de Givenchy ha sido una de esas cosas que nunca olvidaré. Ha sido con él con quien he conseguido entender, en toda su amplitud, la verdad de la moda, su profundo compromiso con la vida, su natural prolongación de la sociedad. A pesar de serlo todo en ese mundo hedonista y a veces despreocupado, nunca dejó de sentir una obligación con sus clientes que iba mucho más allá de sus cuerpos, que vestía con fruición, y que conectaba con lo más profundo de sus espíritus (demandantes de novedad). Ahora, se sabía único en su especie, un pedazo de historia cargado de historias (que ya no podrá contar) que conectó el París de la belleza clásica con el de los conceptos a veces ininteligibles, con el de la fría abstracción; un recuerdo (de esos que nunca se borran) de otro tiempo (no esencialmente mejor, pero tampoco peor) que llevaba hilvanado a su cuerpo, a su pecho.
Comisariar sus exposiciones me ha permitido presentar un pedazo de la Historia reciente a través de la vida, la obra y el trabajo de uno de los maestros del siglo XX, Hubert de Givenchy, teniendo la oportunidad de detenerme y conocer la biografía de uno de esos hombres que hicieron del mundo, del nuestro, un lugar más bello.

Eloy Martínez de la Pera ha sido colaborador personal, amigo y comisario de las exposiciones de Hubert de Givenchy

Fuente: El País