La primera semana de enero, un buque sin nombre de 107 metros de eslora navegó a la deriva más de 50 kilómetros por el río Paraná, a la altura de la provincia argentina de Corrientes. Una crecida lo había soltado de sus amarras en el astillero, donde llevaba abandonado más de 20 años. A pesar de sus bodegas de acero inoxidable y un motor sin uso, el carguero no está terminado. El armador que lo encargó quebró en los años noventa; el astillero, que alguna vez tuvo 1.700 empleados, está paralizado, y el Estado se ha hecho cargo de la embarcación sin saber muy bien qué hacer con ella.

La deriva del carguero refleja la de la industria naval argentina. Abandonados los grandes proyectos, los astilleros sobreviven como pueden con construcciones pequeñas y reparaciones. Una nueva ley intenta rescatar a los astilleros de la agonía, pero hay coincidencia en que los tiempos dorados ya no volverán.

Pasado glorioso

Objetivo: medianos y pequeños buques

La carrera por los grandes buques de ultramar ya está perdida ante los gigantescos astilleros asiáticos (especialmente surcoreanos), pero aún hay esperanza en la de mediano porte, como barcazas, remolcadores y pesqueros. «Hoy la industria pesquera tiene 650 barcos con una antigüedad promedio de 36 años y tarde o temprano se van a tener que renovar. El problema es que, como no tenemos financiación, es difícil ofrecer una opción competitiva a los armadores», dice el armador Domingo Contessi. Ya no sorprende a nadie que la «falta de competitividad» sea el concepto más recurrente.

«A principios de los ochenta, la industria naval argentina era la más poderosa de América Latina, con 35 astilleros de primera línea, dice Domingo Contessi, director del astillero que lleva su apellido, fundado más de 70 años. «Ahora los que construimos barcos nuevos somos cinco o seis, y solo tres o cuatro lo hacemos de forma ininterrumpida». Astilleros Corrientes, competidor de Contessi, es otro testigo de la lenta pero persistente debacle del sector. Hace tres décadas empleaba a 1.700 personas y de sus talleres salieron cargueros de ultramar y hasta plataformas petroleras para Estados Unidos. En 1993 cerró un contrato para fabricar el buque de 107 metros. Fue el último de «los grandes». «La industria naval floreció hasta los noventa, cuando la liquidó [el expresidente] Carlos Menem», dice el propietario del astillero, Miguel Gutnisky.

La decisión más letal fue la apertura del mercado a la importación de barcos usados a mitad de precio, la mayor parte de ellos llegados desde España. «Era un mercado con problemas, sin duda, pero en vez de buscar una solución normal se mató todo, no quedó nada», afirma Enrique Godoy, presidente de la Federación de la Industria Naval Argentina (Fina). «No podemos competir con buques nuevos contra el costo de los barcos usados».

La producción agraria argentina necesita una flota mercante: es la forma más eficiente de mover los 127 millones de toneladas de granos producidos en 2017 en la cuenca de los ríos Paraná y Uruguay a los puertos exportadores. Hoy navegan por la hidrovía del Paraná dos remolcadores de bandera argentina contra 272 de Paraguay y 27 de Bolivia. Lo mismo pasa con las barcazas: de una flota de 4.000, 3.500 son paraguayas y sólo 250 argentinas, según datos de 2016 de la Comisión Permanente de la Cuenca del Plata. Todo esto le cuesta a la industria argentina entre 5.000 y 6.000 millones de dólares en fletes. «El 93% del servicio de transporte se va a Paraguay, Bolivia y Brasil porque no somos competitivos», explica Miguel Álvarez, presidente de la Cámara de Astilleros de la provincia de Santa Fe. «Hay dos cosas a mejorar: la presión tributaria y el costo laboral. Paraguay tiene la segunda flota fluvial del mundo, paga un 36% de impuestos contra el 70% de Argentina», explica.

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Y sin demanda de fletes no hay demanda de barcos nuevos, por lo que el problema se muerde la cola. Una ley de fomento a la industria naval aprobada en diciembre intenta resolver los dos problemas a la vez: que la flota recupere mercado y que los armadores tengan incentivos para comprar barcos. La cadena termina en los astilleros. «La intención es recuperar la capacidad de transporte fluvial», dice el subsecretario de Industria, Fernando Grasso. «Eso requiere acciones que permitan volver a ser competitivos. Ese fue el puntapié a la ley, recuperar el mercado porque ahora no hay demanda»

Para el Gobierno no se trata sólo de incentivar las inversiones, sino en reducir costos y pensar en políticas globales. La norma pone límites al uso de buques usados y premia al armador que compra en el país. Reduce además a cero el arancel de materias primas e intermediarias importadas, como el acero, y crea un sistema de garantías para que los armadores no deban financiar los buques al 100%, como hasta ahora.

Los empresarios celebraron la ley a bombo y platillo, pero Grasso ha tenido que contener el rechazo del sector al veto del Ejecutivo a un fondo de 1.500 millones de pesos (casi 80 millones de dólares). «El fondo era el corazón de la ley», se lamenta Álvarez. «Hay malestar porque la propuesta de un fondo salió del Estado, pero entendemos también que el Gobierno pueda tener otras prioridades», agrega.

Fuente: El País