El movimiento #Metoo tiene el indudable mérito de haber puesto sobre la mesa una intolerable realidad: que pese a los avances logrados en las últimas décadas, entre los amplísimos espacios de discriminación entre hombres y mujeres que todavía subsisten hay uno particularmente grave y doloroso: el del abuso y acoso sexual en el ámbito laboral. En él, como ocurre en el ámbito privado, donde la lacra de la violencia machista tanto está costando erradicar, el abuso de las posiciones de poder y privilegio por parte de algunos hombres está favoreciendo situaciones de humillación y sometimiento inaceptables y deteniendo el avance de la igualdad.
Es un hecho que pese a que la legislación de todos los países avanzados prohíbe la discriminación en materia laboral por razones de género, ésta no solo existe, sino que es plenamente visible y ocurre a la vista de todos. La observamos en las estadísticas, donde se constata que las carreras laborales de las mujeres son más cortas y más fragmentadas. Pero también en el día a día, donde además de recibir salarios inferiores y tener menos oportunidades de ascender, muchas mujeres siguen experimentando y sufriendo culturas laborales machistas en las que la condescendencia masculina y los comentarios y actitudes sexistas están a la orden del día.
La legitimidad de las reivindicaciones del movimiento no le exime de la crítica
La combinación de una frustración largamente larvada con la ira provocada por el desenmascaramiento de los casos de acoso y abuso sexual en el trabajo ha provocado un estallido de indignación de que está sacudiendo nuestras sociedades. Su virulencia ha sorprendido a quienes pensaban que los avances logrados en las últimas décadas habían sido más profundos y extensos que nunca. Pero no hay contradicción: si nos indigna la desigualdad y el abuso que sufren las mujeres es precisamente porque subsiste en sociedades donde en modo alguno resulta admisible.
Se ha acusado al movimiento #Metoo de haber desencadenado una caza de brujas que pone en riesgo pilares centrales de nuestra sociedad, como la presunción de inocencia o el derecho a la libre creación artística. Incluso, como en el polémico manifiesto de las mujeres francesas, se ha prevenido contra la apertura de puertas a una ola de puritanismo que podría dañar las relaciones entre hombres y mujeres y conducir a una guerra de sexos.
Sin duda, toda causa está expuesta a cometer excesos. La legitimidad de las reivindicaciones del movimiento #Metoo no le exime de la crítica en cuanto a la adecuación de medios y fines o los equilibrios entre valores y principios que puedan entrar en contradicción. Porque estamos ante un problema crucial, que debe ser resuelto de forma satisfactoria, es necesario entender bien las dificultades y desafíos que enfrentamos.
Uno bien importante es el de la impunidad. Como hemos visto, el tiempo transcurrido o el propio contexto en el que ocurrieron los abusos hace que los procesos judiciales se enfrenten a formidables obstáculos legales a la hora de encontrar con elementos probatorios. No es algo nuevo: como ocurriera cuando se comenzaron a destapar los abusos sexuales en la Iglesia, la posición de inferioridad de la víctima y la ausencia de testigos ha provocado que las víctimas tuvieran miedo de que sus denuncias, antes que lograr establecer la verdad y condenar al agresor, se volvieran contra ellas, sus carreras y sus reputaciones.
Los poderes públicos están obligados a velar por el valor constitucional de la igualdad
Sin entender ese círculo vicioso provocado por la doble humillación que supone añadir al abuso la dificultad de denunciarlo con garantías de éxito, no se puede entender el hecho de que las denuncias que han impulsado al movimiento #Metoo, antes que en los juzgados, se hayan presentado ante la sociedad valiéndose de la difusión de los medios de comunicación y las redes sociales, aspirando así, por vía del oprobio y el repudio social, a lograr la sanción que ni los tribunales ni las empresas donde ocurrieron los abusos fueron capaces de ofrecer en su momento.
Por eso, el reto es múltiple y requiere actuaciones en varios planos. El primero es el legal: debemos mejorar la capacidad del sistema judicial de perseguir y sancionar estos delitos, poniendo fin a la impunidad que los ha caracterizado hasta ahora. El segundo es el laboral: las empresas deben comprometerse a fondo, tanto habilitando los cauces para las denuncias como sometiendo a revisión sus culturales laborales en la medida que favorezcan la impunidad o creen espacios para el abuso. El tercero es social y cultural: la discriminación, el abuso y el acoso, existen en las empresas porque, por desgracia, la desigualdad entre hombres y mujeres todavía existe en nuestra sociedad. Y los poderes públicos están obligado a velar por ese valor, anclado constitucionalmente con el máximo rango en el artículo 14 de nuestra Carta Magna, que es la palanca desde la que la política debe actuar para acometer, de forma urgente, este grave problema.
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Fuente: El País